sábado, 17 de diciembre de 2011

Parte 4 Las Tareas de Anú

VIII

El Tribunal de los Tres

La voz del hombre que se dirigió a él era profunda y clara, resonaba en el recinto con un breve eco de fondo. Le dijo que se encontraba en la sala de las audiencias donde se dictaba la ley y se impartía justicia, donde no se aceptaba el engaño y se sentenciaban las penas. El nombre de aquellos hombres era Burka (Juez de la Verdad); el primero de izquierda a derecha y quien hablaba. Parayi (Juez de la Justicia) al centro; y Kirra (Juez de la Pena) último a la derecha.
Durante casi una hora escucharon la historia de Akim, quién estuvo todo ese tiempo de pie frente a los jueces. Habló de su salida de la Aldea en lo Alto, de la persecución de los Wakos, de su encuentro con Walo y finalmente de cómo había sido capturado y llevado contra su voluntad a aquel mundo subterráneo. Akím sin embargo se cuidó mucho de mencionar la Piedra del Dragón, ni el peligro que representaba tenerla en su poder.
Habló de si mismo y de su familia, del nombre de su padre y sus antepasados y del modo como vivían los habitantes de su aldea. No se le ocurrió otra explicación para su salida nocturna que el hecho de querer hacerse hombre alejado de sus seres queridos y descubrir cuan grande y distinto podría ser el mundo.
Solamente cuando terminó de explicarse los jueces se dirigieron a él. El primero en hablar fue Burka, Juez de la Verdad, quién poniéndose de pie y dirigiendo su mirada directamente sobre Akím le dijo:

  • Reconozco un secreto guardado en tu historia y no te exigiré aún que des cuenta de él si no te parece necesario, aunque puede que en el futuro te encuentres citado de nuevo ante nosotros por tu verdad faltante- Hizo una breve pausa y continuó:
  • Por el momento puedes quedarte aquí, debes saber que todo aquel que entra al Bosque Prohibido no vuelve a salir de él y tú permanecerás en nuestra Ciudad Subterránea donde podrás moverte a tu antojo siempre y cuando entiendas que aún no puedes abandonarla, eso se decidirá a su debido tiempo. Y debes también entender que el tiempo en nuestro mundo es lento. Aquí abajo nada nos apresura y todo tiene su ritmo propio.
Akím pensó que por el momento era mejor no desesperar, no ganaría nada peleando contra aquella gente a la que ni siquiera podía ver y mucho menos comprender todavía. Se alegró al pensar que no debía aún ninguna explicación por su piedra oculta y trató de parecer no tan culpable y de sentirse no tan abatido.
Luego llegó el turno de Parayi, Juez de la Justicia, quien levantándose de su silla central y con una voz que sonó ligeramente melodiosa y tranquilizadora dijo:
  • Justicia es que cada uno dé según sus capacidades, acciones y necesidades - Y enfatizando sus palabras agregó:
  • Si bien he entendido en tu aldea trabajabas la tierra. Pues bien, aquí pagarás tu estadía con un trabajo igual, formarás parte de la cuadrilla de agricultores que labora durante el día y te presentarás ante ellos mañana antes del alba. Con el resto de tu tiempo podrás hacer lo que quieras, siempre y cuando permanezcas dentro de los límites de nuestra ciudad y no interrumpas la labor de nadie - Y suavizando aún mas su voz, añadió:
  • Por otro lado en nuestra cultura cada hombre, mujer y niño debe estar de acuerdo con el trabajo que se le impone y manifestarlo, ya que no obligamos a nadie a hacer nada para lo que no este bien dispuesto. ¿Que dices a esto? ¿Aceptas el trabajo sugerido?
Luego que Akím respondiera afirmativamente, Parayi se sentó y sonrió asintiendo lentamente con la cabeza mientras miraba fijamente al chico. En ese momento se levantó el Juez de la Pena. Último a la derecha, era ligeramente más bajo que los otros dos y su voz asemejaba el siseo de las serpientes y transmitía desconfianza y temor. Tenía los ojos rasgados como almendras y en sus pupilas brillaba una luz amarilla intensa. Y así habló Kirra:

- Sabemos que no representas un problema para nuestra seguridad, pero no estamos seguros del animal que te acompaña. Estará a prueba aquí y si su presencia trajera consigo alguna desgracia para nosotros será expulsado de nuestros dominios y una vez fuera será sacrificado para que no pueda traer a sus iguales hasta la Ciudad Subterránea.

Ante esta afirmación Akím intentó replicar con ira, pero se contuvo al ser consiente de la mirada que los otros dos jueces clavaban sobre él. Sin embargo sintió un profundo dolor y comprendió que el tribunal anunciaba al último las malas noticias y que la tarea correspondía al Juez de la Pena. Sobreponiéndose a su pesar y a su cólera alegó que respondería él mismo por la actitud de Walo y además aseguró ante el tribunal que podría mantenerlo tranquilo y sin causar ningún daño durante su estadía.

Diciendo esto no podía dejar de mirar conmovido los impacientes ojitos del animalito inquieto que ahora se hallaba estirado en el piso bajo sus pies y jadeando le devolvía una mirada llena de adoración e inocencia infinita.
Sorprendiéndose de pronto, el chico notó por primera vez una pequeña puerta de madera, pintada de blanco, que se abrió para dar paso a un hombre. Este cargaba un libro abierto que presentó a cada uno de los jueces, donde escribieron algo. Luego el hombre se dirigió hacia él mostrándole el libro también, en una página donde Akím vio transcritas cada una de las palabras que se habían dicho en la sala incluyendo las suyas, bajo las cuales el hombre le indicó que pusiera su nombre y así lo hizo.
Mientras aquellos hombres se levantaban, hablaban entre ellos y se dirigían hacia la puerta detrás de la mesa, Akím fijó sus ojos en Anú, quien continuaba sentada en su silla a la derecha con una cara tan inexpresiva como la de los hombres que se alejaban. Entonces ella también lo miró y en sus ojos pudo Akím adivinar una curiosidad no menor que la suya y un deseo inútilmente oculto. Apenado bajó su mirada.
IX

El Sueño del Dragón

Bragmar dormía intranquilo. En sus sueños veía como una sombra negra entraba furtivamente y volando lentamente sobre su cabeza sustraía su alma inmortal. Se agitaba en sus visiones. Apretaba sus párpados con fuerza reprimida. Exhalaba su aliento irregular.
Hacía muchos siglos que Bragmar dormía. El fuego en su garganta reposaba enrareciendo el aire de sus cuevas. Allí el tiempo carecía de significado y se desplazaba sin horas en una espiral infinita. Pero aquel sueño era insistente, amenazaba con despertar el deseo adormecido de Bragmar, quien en su perenne sopor no podía asegurar si aquella sombra pertinaz tenía forma, si había pasado ya o estaría dispuesta a hacerlo.
A través de sus sueños el dragón veía el mundo, se elevaba por sobre las cumbres y a sus pies desfilaban los pueblos, los animales, los bosques, las montañas y el océano. Ningún cambio representaba mucho para él, ya que había existido desde siempre. Y aún cuando todo aquello se desvaneciera, él continuaría allí, al lado del calor más insondable de la tierra, del que nacen las montañas y se evaporan los mares. Comprimido en las abruptas cavernas que atraviesan los montes donde se extiende su morada.
Era la morada profunda excavada en las altas montañas del este. Constituía una serie de caminos y túneles que serpenteaban internamente bajo las rocas y el suelo. Estaban inundadas por el aliento del dragón y sus entradas se perdían en lo alto de las cumbres. Ninguna criatura viva había osado acercarse hasta ellas y aún menos ingresar, hasta que los Wakos lo hicieron para robar la joya de Bragmar. Ahora el dragón dormitaba inquieto, sintiendo su sangre fluir nuevamente por sus miembros extendidos, concibiendo su sueño desvanecerse lentamente ante la amenaza latente de su premonición.
Actualmente su mundo se encontraba rodeado por la oscuridad, alguna vez había sido claro y lleno de vida reverberante. Pero su larga estadía consiguió secar los prados y las plantas, derramar las rocas sobre las laderas, destruir las colinas y transformarlas en abruptos acantilados, llenar cada espacio de desolación y cenizas humeantes. Aún quedaban algunos parajes hermosos en las montañas pero no a la vista del dragón, donde el agua se abría paso tercamente en medio de la ruina.
El calor nuevamente comenzaba a surgir del fondo de la tierra. El dragón iba sintiendo como un hormigueo avivaba los reflejos en sus músculos, se deslizaba desde sus enormes patas hasta su lomo, se extendía desde su cola hasta sus alas membranosas produciendo espasmos de recuperación. Su mirada violenta volvía del vacío y retenía lentamente en su memoria cada espacio de las cuevas.
Bragmar despertaba. La luz que emanaba de su cuerpo laminaba cada recodo en su hábitat subterráneo. Su ardor lamía las rocas y las fundía. Se movía pesadamente y sólo escuchaba el crepitar de su piel escamosa. Estiró lánguidamente sus extremidades y de pronto se inmovilizó, no sintió el peso de su joya sobre su cabeza.
Dejando salir toda su furia contenida se deslizó hacía arriba en las galerías suprayacentes. De un choque con su formidable cuerpo desprendió el techo de aquel túnel y salió a la luz mortecina del exterior. Sacudió sus alas y las extendió totalmente sólo para ver la destrucción que dejó a su paso y su propia luz sobre las colinas. Y se alejó volando, dominando con dificultad el fuego que ardía en su garganta y se aprestaba a salir para devorar todo en su camino.
X

La Sala de Salida

Con un repentino estremecimiento de miedo Walo se despertó, miró a su alrededor y recordó que estaba bajo la cama de Akím. Se levantó ligero y se acercó a la pequeña cacerola con agua cerca de la puerta de la habitación. Bebió ávidamente. Se volvió para observar por sobre la altura de la cama la cara plácida del niño dormido y olvidó el miedo.
Walo no podía recordar nada de su vida antes de Akím, solo algunos olores que ya no le eran familiares. El niño representaba toda su existencia, todos sus deseos y toda su necesidad. No podía ser de otro modo para él. Mirándolo podía comunicarse con él, se entendían perfectamente, las pretensiones de Akím aparecían siempre pintadas en sus ojos y Walo no osaba contrariarlo.
Regresaba a su sitio bajo la cama para echarse de nuevo cuando sintió que alguien abría despacio la puerta del cuarto. Se deslizó cerca del intruso y ya iba a saltar sobre él para darle una lección de respeto cuando comprendió que se trataba de Anú. El olor de la niña lo fascinaba, sabía que traería con ella algo sabroso para comer y que se lo daría y luego obtendría una caricia suave en su cabeza. Aunque al principio se había mostrado indiferente con él, ahora se amaban mutuamente. Así que el corazón de Walo se hallaba dividido entre su devoción por Akím y su debilidad por Anú.
Vio como ella se acercaba a la cama y despertaba a Akím, les dejaba algo de alimento y salía tan sigilosa como entró. Luego de haber comido ella volvió, los condujo por pasillos poco iluminados hacia una “Sala de Salida” (así se llamaba el lugar donde se ubicaba una puerta al exterior) que se encontraba atestada de gente. Walo sintió un mareo frente a tantos nuevos olores.
Toda esa gente constituía la cuadrilla de trabajo en el campo. Eran los encargados de sembrar, cosechar y recoger los alimentos vegetales que se consumían en la ciudad subterránea. Allí había niños, niñas, hombres y mujeres. Todos ellos se asemejaban más a Akím, estaban bronceados debido al trabajo bajo el sol y sus cabellos no eran del todo oscuros, parecía que el sol se empeñaba en decorar aquellas cabezas con sus diferentes tonos.
Walo se sintió molesto al principio entre tantas piernas desconocidas, pero luego al abrir la compuerta y salir al exterior se sintió dueño de una felicidad casi absoluta. Corrió con toda la velocidad que le permitieron sus pequeñas patas, se deslizó sobre la grama, mordió cuanta planta o hierba se le atravesó en el camino y olfateó cada diminuto animal que vio. Sin decir que marcó libremente una enorme área de su territorio (lo que dentro de la ciudad no le permitían hacer).
Todo esto podía hacerlo Walo mientras Akím se dirigía con el grupo a los campos sembrados. Walo corría de vez en cuando a su lado para verificar por si mismo que el niño se encontraba bien. Más de una vez tuvo que mostrarle sus dientes a algún desconocido que se acercaba mucho a Akím, y aunque solo recibía sonrisas y caricias entre las orejas, Walo no se permitió perder la compostura, las personas debían entender que él estaba allí para proteger al pequeño y así lo haría. Se extrañó al no ver a Anú en el camino, evidentemente ella se había quedado en la ciudad y se perdería toda la diversión.
Mientras el grupo trabajó, comió y recogió su cosecha, Walo tuvo tiempo por fin de explorar el mundo y recibir un poco de sol. No paró de correr durante el día, iba de un lado a otro olfateando, probando, arrancando o lamiendo según su intención. Encontró un río cercano y bebió hasta saciarse y luego chapoteó y se ensució y se volvió a lavar sumergiéndose en el agua. Aquello era lo más cercano a la perfección y sin embargo al caer la tarde el grupo se empeñó en volver a la ciudad oculta.
Al entrar nuevamente a la Ciudad Subterránea Walo quedó ciego por un instante, mientras se cerraron las puertas la oscuridad fue total. Se sintió aliviado al saber que Akím estaba de pie a su lado, sería una gran tragedia que aquel niño que estaba bajo su responsabilidad se perdiera entre el bosque de piernas.
Luego fueron conducidos al “Salón Comedor” donde los que habían pasado el día trabajando en los campos eran atendidos y servidos por gente que se encarga gustosa de las cocinas comunes de la ciudad. El “Salón Comedor” era inmenso, con sus paredes y piso de piedra pulida. A ambos lados del recinto se alineaban cuatro mesas amplias donde podían sentarse a cenar al mismo tiempo gran cantidad de personas. Walo fue ubicado junto a Akím y se le sirvió la misma ración que a los demás. Todo era delicioso y Walo estaba encantado de que se reconociera su jerarquía dentro de aquella manada.
Cuando estaban terminando de comer llegó Anú, Walo saltó sobre ella al verla y la niña le retribuyó su devoción con una sonrisa y caricias suaves sobre la cabeza. Como aún no conocían muy bien los pasillos y grutas de la ciudad Anú les servía de guía y los conducía a donde quisieran ir.
Aquella noche conocieron las cocinas, las grandes despensas, los depósitos de grano, arroz, cebada y aceites, todo extremadamente limpio y organizado y con muchas personas que trabajaban en cada lugar. La chica también los llevó a los lugares donde criaban animales. Akím estaba atónito y maravillado porque en su pueblo hacía ya mucho tiempo que no se tenían animales para la cría. Walo sintió un poco de desprecio por los emplumados que Anú les enseñó, eran animales tan atolondrados que les hacía falta una buena lección de disciplina y jerarquía para formar una manada bien establecida en medio de aquel desastre de chillidos, correrías y alboroto. Miró con mayor respeto el decoro de las cabras domésticas que se mantenían en corrales cerca de una de las Salas de Salida, por donde todas las mañanas los ordeñadores y pastores las sacaban a comer y las conducían en grupos organizados hasta el río.
También había recintos en los que la gente ejercía los más diversos oficios. Algunos se dedicaban a la confección de las antorchas que no desprendían humo (mezclando un poco de sal con resina), otros eran hábiles en la confección de colchones y almohadas con plumas. Había personas que se encargaban de estudiar las diferentes propiedades de las plantas y los extractos que se podían crear con ellas. Akím encontraba en cada rincón muchas razones para renovar su asombro ante la organización de aquel pueblo. Y Walo encontraba nuevos horizontes para ser feliz y explorar.
Durante sus salidas Walo corrió más que nunca, alejándose de los límites de los campos sembrados y acercándose a los linderos de los matorrales. Allí, un día sintió un extraño olor. Su cuerpo se puso tenso, adelantó la cabeza alargando su hocico para aspirarlo mejor. Repentinamente un par de orejas largas brincó entre las altas hierbas y Walo a toda velocidad saltó sobre el animal que huía. En un minuto le había dado alcance y sintió una tremenda necesidad de clavar sus pequeños colmillos en el cuello de su víctima ahora inmóvil. Pero algo lo detuvo, no sentía hambre, ¿para qué habría de matarlo entonces? y lo dejó marchar. Se dirigió al río para beber y sumergió casi completamente su cuerpo, sintiendo al emerger en cada gota la frescura del agua. Se sacudió sonoramente y caminó a lo largo de la rivera, vigilando a los pájaros, atento a los ruidos de las hojas en el suelo, al chapoteo constante de las ranas y al vuelo sutil de las mariposas sobre las plantas florecidas. Llegó de pronto a una porción empantanada de la orilla donde miró con asombro huellas iguales a las suyas, pero mucho más grandes que sus propias patas. Estaban por todas partes, tenían un olor particular y se habían arrastrado cargando algo que a su paso dejó un rastro de sangre. Walo se sintió confundido entre el temor y la curiosidad que le causó el hallazgo. Siguió el trayecto de las huellas por un rato, pero parecían retornar en círculos y no llegaban a ninguna parte. Luego se aburrió, se echó sobre la grama y estiró sus patas, limpió su pelaje y frotó muchas veces la cabeza contra las hierbas y entonces escuchó la voz de Akím que lo llamaba desde lejos. De un salto se puso en pie y emprendió una carrera desenfrenada hasta donde estaba el niño, dándole alcance rápidamente. Luego iniciaron la marcha de regreso y Walo caminó muy cerca del chico para estar seguro de no perderlo en el trayecto.
Cuando en la noche, ya bajo tierra, se encontró con Anú, saltó a sus brazos y le lamió la cara y las manos, así dejaba su olor en ella y se aseguraba que quien la oliera entendiera que le pertenecía. Además le agradecía también con aquel gesto la comida que recibía de ella cada anochecer.

XI

La Vida Secreta de Anú

  • Anú ¿A qué te dedicas? ¿Cuál es tu ocupación aquí?- preguntó Akím luego de la cena
  • Bueno, si realmente quieres saber, ven conmigo.- Y los tres caminaron silenciosos por pasillos que Akím nunca había recorrido.
El trayecto no era corto, y en algunos lugares debieron subir escaleras ligeramente empinadas y con poca luz. Anú tenía un manojo de llaves y fue abriendo cuidadosamente un montón de puertas que se sucedían y que tenían el propósito de confundir hasta al más experto. El chico estaba intrigado ¿Por qué tanto secreto? Walo en cambio caminaba confiado, olfateando todas las esquinas y los rincones oscuros que encontraba, siempre moviendo la cola detrás de Akím. De pronto el chico se dio cuenta de lo mucho que había crecido Walo. Ya no era aquel cachorrito que apenas alcanzaba su rodilla, ahora se recostaba cómodamente de su muslo y lamía su mano sin tener que levantarse sobre sus patas traseras o elevar su cabeza ¿Cuándo ocurrió?
Durante el recorrido vieron abrirse ante ellos dos grandes salas de cuartos llenos de camitas ordenadas y limpias como la de Akím. Eran las habitaciones de los chicos (ala derecha) y de las chicas (ala izquierda) donde dormía Anú. Walo entró corriendo a la habitación de las chicas y se lanzó sobre una de las camitas y la olfateó y recostó su cabeza una y otra vez entre las sábanas, Anú y Akím se miraron y rieron juntos ¡Aquella era la cama de Anú! Y Walo podía reconocerla. En las paredes laterales de ambos cuartos se veían grandes aberturas redondas con pequeñas hélices que giraban regularmente, constituían el sistema de ventilación que se extendía por toda la ciudad ¿Cómo funcionaría? se preguntaba Akím cada vez que se topaba con una de ellas.
Finalmente, luego de subir y bajar interminables escalones, llegaron ante una gran puerta redondeada en su parte superior, donde unas letras escritas en relieve rezaban “A ti extraño que entras a los recintos del saber - no perturbes la paz de este encuentro
  • Para mi gente no hay mayor tesoro que los libros, todo lo reproducen por escrito, desde nuestra historia hasta el conocimiento generado cada día- dijo Anú abriendo la puerta y añadió:
  • Por favor mantengan el silencio
Al entrar les llamó la atención la cantidad de luz que había en el lugar y el gran número de personas que estaban sentadas o de pie, trasladando libros, copiando o sólo leyendo. Era asombroso. Tanta organización y tantos libros, manuscritos, papeles, rollos de mapas, dibujos, documentos. Había tal cantidad de ellos que las paredes lucían forradas por los estantes abarrotados.
Tanto los muros como el techo y el piso del lugar estaban completamente pintados de blanco al igual que la Sala del Tribunal, la que Akím había conocido algunos meses atrás cuando fue conducido a este mundo subterráneo.
  • Y ¿Qué haces tu aquí a diario?- insistió Akím
  • Yo soy traductora, conozco algunas de las lenguas antiguas y he trascrito varios libros a nuestro lenguaje común.
  • ¿Libros antiguos? ¿Sobre qué tratan?
  • Algunos sobre historia, otros acerca de antiguas tradiciones y leyendas, viejos mapas y civilizaciones que ya no existen, su conocimiento se habría perdido en el tiempo de no ser por los libros y nuestro trabajo aquí.
Entonces Akím como en una revelación de su mente preguntó:
  • ¿Existe algo sobre dragones?
  • Por supuesto que existe- y los ojos de Anú brillaron maliciosamente descubriendo un secreto en el alma de Akím - Si de verdad te interesa puedes venir aquí en tu tiempo libre y yo buscaré para ti toda la información que requieras.
  • Gracias- dijo Akím tratando de no verse tan vivamente interesado.
Anú era verdaderamente una chica extraña, pensó Akím aquella noche mirando el techo de su habitación desde la cama. ¿Cómo es que parecía no poder esconderle nada? ¿Podría leer su mente? y además se veía extremadamente tranquila pero sus ojos parecían demasiado inquietos y brillantes ¿Qué era lo que ella deseaba en realidad? y con este pensamiento se durmió.
Se despertó sudando, con mucho calor, Walo se había vuelto a montar sobre su cama mientras dormía y su cuerpo lo calentaba en exceso. Pobre Walo, ya casi no cabía bajo la cama de Akím. Lentamente el chico salió de entre las sábanas tratando de no despertar al animal pero fue inútil, un leve movimiento de Akím y Walo abría sus ojos vigilantes y lamía sus manos, así que se bajó de la cama y se dirigió al pequeño cuarto de baño.
Como aquel día no tenía que ir a trabajar, pudo el chico pasar muchas horas en la biblioteca con Anú. Mientras él leía acerca de los dragones, la niña parecía trabajar frente a sus ojos escribiendo anotaciones en un viejo libro. Sin embargo algo en la mente de Akím le decía que ella llevaba nota de todo cuanto él hacía. Walo pasó el día durmiendo a sus pies.
Akím descubrió que los dragones llevaban muchos siglos viviendo bajo tierra, escondidos en el fondo de las montañas a las que daban forma. Eran animales milenarios y astutos, se alimentaban cuando despertaban luego de largos sueños que podían durar días o incluso décadas. Vivian solos y era extremadamente difícil llegar hasta ellos sin sufrir un ataque feroz. Podían andar y volar grandes distancias y pasar desapercibidos en medio del bosque. Se camuflaban tanto de día como de noche. También encontró un estudio químico acerca del calor y fuego exhalado por sus cuerpos, además de la niebla que parecía rodearlos cuando dormían, y un viejo mapa de las regiones que solían habitar y sus montañas- guarida. Descubrió sorprendido que en los más remotos tiempos los dragones se comunicaron con los hombres y éstos les dieron sus nombres y los clasificaron según la forma de sus piedras. Aquellas piedras de la inmortalidad. Para conocer el nombre del dragón debía compararse su piedra con algunos dibujos presentados en el libro. Y nunca debía decirse el nombre de un dragón en su presencia, ya que era considerado como un agravio a su dignidad. El asombro de Akím no tuvo límites cuando vio descrita y dibujada la piedra que con tanto recelo guardaba escondida en su habitación y a su lado encontró el nombre escrito de BRAGMAR: monstruo de los tiempos antiguos, devorador de hombres y bestias, desaparecido en las montañas al este del territorio Wako. Se presume dormido para siempre.
Akím revolvió los papeles que forraban su escritorio de trabajo y volvió su atención al libro que contenía los viejos mapas donde se encontraban marcadas las regiones que solían habitar los dragones y descubrió al lado de un signo de interrogación la montaña- guarida de Bragmar. Un poco asustado cerró el libro, pero inmediatamente volvió a abrirlo y pidiendo a Anú lápiz y papel, copió el mapa en cuestión y lo guardó en su bolsillo.
Anú se sentía intrigada y curiosa, aunque trataba de no manifestarlo (en su pueblo les enseñaban a no mostrar sus sentimientos) pero sus ojos se negaban a esconder la fascinación que sentía por Akím. El era un niño de afuera, su mirada se había posado en las maravillas que ella solo veía dibujadas en los libros, y aunque parecía un chico franco y amable, ella sabía que escondía algo. Probablemente se trataba de algo peligroso por la forma como él desviaba sus ojos cada vez que Anú los cruzaba con los suyos. Más de una vez le había dicho – “no me mires así que me siento transparente”- y ella se había reído frente a su timidez.
Los chicos del mundo subterráneo no eran tímidos, ya que todos eran criados en las “Salas Guarderías” y poco importaba saber quienes entre todos los adultos eran sus padres, pues el cuidado de los pequeños corría a cargo de toda la comunidad.
Anú se había prometido a si misma conocer el mundo de afuera. Pocos entre su gente tenían el privilegio de hacerlo, y la llegada de Akím a su vida era como una puerta que se abría de pronto frente a sus ojos. La chica sopesaba la posibilidad de salir de su mundo con aquel muchacho que debía tener unos catorce años o quedarse para siempre esperando una oportunidad más segura. Pero debía ocultar sus sentimientos. Si alguien entre su gente se daba cuenta de ellos, perdería sus prerrogativas y la confianza que había depositado en ella el Tribunal de los Tres, al hacerla cargo de Akím y del Wako que lo acompañaba.
En lugar de exasperarse en sus inquietudes, Anú se dedicó a averiguar más sobre Walo y a entender por qué parecía actuar tan diferente a un Wako común. Por eso cuando tuvo la oportunidad le dijo a Akím:
  • ¿Sabias que todos los Wakos aúllan a la luna?
  • No, pero Walo no lo hace.
  • Claro, porque lo mantenemos encerrado aquí abajo durante las noches. Sospecho que el haberlo obligado a vivir de día ha variado sus costumbres y probablemente ha menguado su agresividad.
  • Yo también he reflexionado acerca del asunto y creo que el hecho de alimentarlo nos ha otorgado su confianza y ha logrado en su mente la sensación de tenernos como su verdadera familia.
  • Leí también que para ellos la seguridad y la jerarquía en la familia es como una ley que rige sus actos ¿has notado como parece protegerte de todo el mundo?
  • Sí y ¿Has notado tú que parece conocer las horas exactas en las que vas a llegar? siempre te está esperando y puede sentirte antes que yo.
  • ¿De veras?- dijo la niña- Probablemente somos más importantes para él de lo que habíamos notado hasta ahora. Y viste ¡Cuánto ha crecido! leí que alcanzan su madurez corporal a los seis meses de edad
  • ¡A los seis meses! Si ya tenemos cuatro meses viviendo entre ustedes ¿Qué vamos a hacer en dos meses más, cuando ya no quepa en ninguna parte?
  • No lo se Akím. Debemos esperar a que el tribunal decida que hacer con él.
  • ¡No dejaré que le ocurra nada malo y no permitiré que nadie lo aleje de mí!
Anú miró al chico con preocupación. Lo más conveniente sería sacar a Walo de la Ciudad Subterránea y el tiempo se acortaba. Debía mantenerse alerta y concebir un plan de salida de emergencia en caso de ser necesario. Nadie debía notar su inquietud porque no podía perder las llaves que le habían sido confiadas. Akím la sacó de sus cavilaciones:
  • ¿No te molesta que otros tomen por ti las decisiones de tu vida?- le preguntó un poco molesto
  • No- dijo ella pues sabía que miles de oídos escuchaban - Siempre debemos acatar las sentencias del tribunal, ellos obran por lo mejor- respondió, pero en sus ojos pudo Akím ver la turbación que la apremiaba.
Mientras el tiempo pasaba Anú buscaba un momento para hablarle a Akím de sus deseos y para averiguar cual era su secreto, aunque con tanto interés mostrado hacía los libros que se referían a los dragones, la niña supuso, sin temor a equivocarse, que no estaría muy alejado de ellos el miedo que sentía Akím y el objeto de su silencio.
















martes, 6 de diciembre de 2011

Parte 3 Un mundo subterráneo





VI



El Bosque Prohibido

No llevaba mucho tiempo corriendo cuando sintió tras de sí el sonido de pisadas que a toda carrera lo venían siguiendo. Pronto sintió también la respiración de los Wakos a su espalda. El aire se hizo más frío aunque sudaba y en medio de su desesperación subió una colina desde donde resbaló y cayó por un precipicio que lo condujo a un bosque extendido del otro lado.
No había terminado de rodar precipicio abajo cuando pudo levantarse y dirigirse a todo correr hacia la arboleda. Irrumpió en el bosque arrastrando las hojas del suelo, viendo a los Wakos que se lanzaban sorteando el precipicio, dirigiéndose directamente hacia él entre los primeros árboles.
Lo más rápidamente que pudo trepó a uno de los grandes árboles y no se detuvo hasta que alcanzó la copa y se abrazó a ella. A la luz de la luna observó cómo los Wakos pasaban corriendo junto al tronco, bajo las ramas. Eran muchos y tenían un manto de pelaje plateado a sus espaldas. El tronco temblaba ligeramente a su paso.
Tardaron largo rato en abandonar el bosque y alejarse cruzando las rocosas laderas de las montañas, que ahora se veían distantes contra el horizonte. Detrás de aquellas montañas estaba su aldea ¿A que hora notaría su padre su ausencia? Con este pensamiento se durmió apretando fuertemente la alta rama. Todo olía a madera y a hojas y miles de pequeños pedacitos de corteza del tronco se habían pegado a sus ropas.
Lo despertaron los sonidos del bosque en sus oídos. Una infinita cantidad de pájaros que se movían saltando y revoloteando entre las hojas, sacudiendo sin cesar las copas de los árboles. Aquí y allá podía ver los nidos en las ramas y los nuevos pajaritos en ellas, y entonces sintió una alegría renovada y olvidó su preocupación anterior.
Comenzó a descender y cuando estuvo a punto de lanzarse al suelo algo lo detuvo. No daba crédito a sus ojos, al pie del árbol un pequeño Wako ladraba y daba vueltas sobre si mismo tratando de atrapar su cola con sus diminutos dientes. Parecía muy pequeño pero ya mostraba aquel pelo plateado en su lomo, el mismo que el chico había visto en los Wakos adultos la noche anterior.
Akím saltó del árbol sorprendiendo al animalito, que dando un brinco lo miró con sus ojitos enfurecidos mostrando sus dientes. El chico se agachó y lo llamó extendiendo sus manos y diciendo:
  • Ven pequeño loco, no voy a hacerte daño. ¿Cómo llegaste hasta aquí?
Sacó entonces un trozo de pan de su bolso de trabajo y viéndolo asustado se lo ofreció. El animalito lo miró sin comprender, ladeando un poco su cabeza, y se acercó lentamente echando las orejas hacia atrás y manteniendo bajos sus ojos. Cuando alcanzó las manos de Akim lamió sus dedos y tomó el pan, comiéndoselo todo mientras movía la cola de contento.
  • ¿Eres un Wako real? Nunca vi uno tan pequeño, eres extraño, un poco loco pero amistoso.
El niño se levantó, giró sobre sus talones para observar a su alrededor en el bosque y caminó tratando de orientarse, pero no sabía donde se encontraba. El pequeño Wako lo seguía sin parar, moviendo la cola y mordisqueando sus botas en un afán por llamar su atención. Finalmente el chico se volvió para mirarlo y le dijo:
  • ¡Bien! Aunque no tengo idea de donde nos encontramos parece que quieres venir conmigo. Si es así debo darte un nombre o no sabré quien eres. ¡Ya sé! Te llamaré Walo porque eres un WAco y un LOco también.
A Walo pareció gustarle porque saltaba de puro placer frente a Akím.
Antes de que pudieran decir nada mas, un raro sonido llamó la atención de los dos, y ambos volvieron sus cabezas para comprobar que provenía del suelo frente a sus pies, donde de pronto se levantaron unas puertas que habían permanecido ocultas bajo una alfombra de hojas secas en la superficie.
Detrás de aquellas puertas se asomaron primero unas manos extrañas y emergieron luego unos seres mas extraños aún, parecían personas cubiertas por trajes negros de pies a cabeza. Los recién llegados rápidamente los sujetaron a los dos y los llevaron descendiendo a través de las puertas por unos túneles completamente oscuros que terminaron por desorientar a Akím.

VII

El Laberinto Subterráneo

Ahora bajaban por una galería que parecía eterna. Iban colgados a la espalda de estas personas que los retenían con firmeza pero sin hacerles daño. Cada cierto tiempo cruzaban una nueva puerta en medio de continuas escaleras. El grupo descendía ágilmente, dos de ellos delante cargando con el chico y Walo. Y dos de ellos detrás, llevando el bolso de trabajo de Akím y encargados de cerrar cada puerta a su paso.
Aquello parecía un laberinto, sin ningún orden que el chico pudiera recordar. Al descender aún más, Akím pudo ver pequeñas antorchas atadas a las paredes de piedra que le mostraron un mundo tenue repleto de pasadizos infinitos, de muros cobrizos y pisos llenos de escalones, que ellos bajaban interminablemente.
¿Cuántas puertas cruzaron? ¿Por cuanto tiempo descendieron? Akím no pudo decirlo. Y no supo más hasta que fue depositado en el suelo de una pequeña habitación, cuyo único contacto con aquel mundo era una ventanilla ubicada en lo alto de la puerta que fue cerrada tras la salida de los seres insólitos y silenciosos. Afortunadamente dejaron a su lado su bolso de trabajo y al pequeño Walo, que al ser depositado en el piso se hizo pipí del puro susto.
Cuando fueron dejados solos Akím miró a su alrededor, estaban en una habitación iluminada por exiguas antorchas que casi no producían humo, elevadas en lo alto del cuarto. Había una cama, que carecía de patas, salía de la pared, era una estructura sostenida por uno de sus lados al muro. Encima tenía un colchón, sábanas y almohadas limpias. Akím se acercó a ella y quitándose su abrigo lo dejó sobre el colchón.
Al fondo del cuarto había otra puerta que permitía el acceso a un baño, sobre el cual había un tanque oscuro que contenía agua. Akím lo golpeó suavemente con el puño cerrado y emitió un sonido sin eco, indicando que estaba lleno. El agua provenía de un tubo que salía de la pared. Aquello era una magnífica idea, en la aldea de Akím la gente acarreaba agua hasta las casas todos los días.
Akím regresó y se sentó sobre la cama. Vio a Walo que estaba echado, mirándolo con sus ojitos brillantes y hambrientos. Entonces recordó aquel nudo que estaba sintiendo en el estómago desde que bajó del árbol. Tomó la bolsa de trabajo, extrajo de ella lo que quedaba de pan, unos frutos secos y pescado salado. Como no sabía si aquel encierro iba a durar mucho tiempo repartió para el pequeño Wako y para él la mitad del alimento, guardando el resto nuevamente en el bolso.
Mientras comía, Akím fijó su atención en las paredes de la habitación, estaban separadas del techo por grandes ranuras horizontales. Por aquellas aberturas salía el imperceptible humo de las antorchas y entraba el aire, y también se filtraba un murmullo de voces incesantes, que no se había detenido desde que entraron allí. Le hizo pensar que dentro del laberinto debían vivir muchas personas ocultas.
Luego de comer y lavarse se acostó en la cama que resultó muy cómoda y se durmió enseguida. No pudo decir por cuanto tiempo permaneció dormido, lo despertó el sonido de la puerta al abrirse suavemente dando paso a un hombre que en silencio colocó cerca de la cama una banqueta y sobre ella, una bandeja llena de alimentos y un tazón con agua. Luego, tal como había entrado se marchó sin pronunciar palabra y sin reparar en Akím que en ese momento se bajaba de la cama.
El hombre tenía una piel extraordinariamente blanca, muy diferente a la de aquellos que como Akím se pasaban el día trabajando bajo el sol. Y su cabello y ojos eran oscuros, muy diferentes también a los de la gente de la Aldea en lo Alto, que tenían gran variedad de color tanto en los ojos (que solían ser azules, verdes, amarillentos o grises) como en el cabello (que era rojo, amarillo, cobrizo o marrón).
Akím se acercó a la bandeja, comió y compartió todo con Walo, que no tardo en acercarse moviendo su colita y haciendo piruetas con las patitas de adelante.
El mismo hombre continuó viniendo durante los días sucesivos, sin pronunciar palabra aunque Akím no paraba de hacerle preguntas. No recibió ni un solo mensaje, ni una respuesta, ni una sonrisa, ni una mirada de mal humor, el hombre parecía insensible a todo sentir humano. El chico terminó por aceptar que no hablaba su idioma y que tendría que conformarse con estar allí sin saber el por qué. Probablemente durante un largo tiempo.
Sin embargo la siguiente vez que se abrió la puerta no fue aquel hombre quien entró sino una niña de unos 13 años, no mayor que Akím, quien no salía de su asombro al mirarla. La chiquilla tenía el cabello más negro y largo que él hubiera visto jamás y los ojos tan oscuros y curiosos que Akím se vio obligado a desviar de ellos su mirada. Lo intimidaban y él no recordaba haberse sentido así antes.
Más asombrado aún se quedó cuando la niña sentándose en el único taburete de la habitación le dirigió la palabra diciendo:
  • ¿Te has sentido bien aquí? ¿Te gusta lo que comes? ¿Has podido dormir?
  • Pero ¿Cómo? ¿Hablas como yo? ¿Quién eres? ¿Por qué nadie me ha hablado hasta hoy? ¿Donde estoy?
La niña riéndose le contestó:

- Una pregunta por vez ¡por favor! Todos sabemos de donde vienes, de la Aldea en lo Alto, la misma que nuestros antepasados abandonaron hace ya mucho tiempo para instalarse aquí.
  • Pero ¿Por qué nunca volvieron a visitarnos o avisarnos su existencia?
  • Porque tememos a los Wakos tanto como ustedes (al decirlo miró de reojo al pobre Walo que se metió bajo la cama) y viajar resulta muy arriesgado en estos días. No te han dirigido la palabra hasta ahora porque nuestros jefes estaban decidiendo que hacer contigo.
  • ¿Por qué tienen que hacer algo conmigo?
  • Porque trajiste a los Wakos hasta aquí. Hace siete noches pisaron por primera vez el bosque, lo que no se habían atrevido a hacer nunca por temor, por eso lo llamamos el Bosque Prohibido, nadie tiene permitido entrar en él, y los Wakos nunca incumplieron esa ley hasta ahora, y la causa fuiste tú, venían persiguiéndote.
  • Pero fue sin querer, resbalé por el precipicio y vine a dar aquí, ellos me siguieron, querían matarme supongo y comerme después.
  • Nuestros jefes se han reunido para descifrar eso y darse cuenta de que no representas ninguna amenaza estando aquí. Aunque ahora los Wakos irrumpen en el Bosque Prohibido cada noche, buscándote.
  • ¿Que puedo hacer? No quiero representar un peligro para ustedes.
  • El por qué los Wakos te siguen es algo que tu mismo revelarás ante el jurado de nuestros jefes. Me han enviado aquí hoy para llevarte ante ellos, pensaron que una niña como yo te espantaría menos. Arréglate ahora y luego sígueme.   
Levantándose del taburete la niña se dirigió hasta la puerta. Akím estaba como petrificado, no terminaba de creer todo lo que acababa de escuchar y cuando la chica salió de la habitación, él corrió tras ella y desde la puerta gritó:
  • ¿Cómo te llamas?
Aún tuvo tiempo de escuchar su voz que de lejos le decía
  • Anú…
Anú regresó al poco rato y juntos salieron de la habitación, Walo los siguió de buena gana, trotando y olfateando todo a su alrededor. Los pasillos por donde pasaban estaban bien iluminados, no por antorchas como las que Akím había visto antes cuando descendía por las escaleras, sino por ranuras abiertas a nivel del techo al lado de cada pared, cubiertas por rejillas que permitían el paso de la luz y del aire fresco, pero evitaban que el recinto se llenara de tierra o de hojas secas. Debido a la gran altura de las paredes supuso que se encontraban caminando muy profundamente bajo tierra.
Los muros parecían pintados de rocas lisas, como picados y pulidos en la misma piedra, y tomaban la tonalidad de los minerales que los componían. El piso en cambio era de diferentes materiales en distintos sitios, en los cuartos y salas grandes (como Akím confirmaría después) era de piedra lijada, pero en la mayoría de los pasillos era sólo de tierra pisada, salpicada con piedras planas. En el suelo, por donde pasaban ahora, unos pequeños canales habían sido abiertos al borde de cada pared, Anú le dijo al chico que servían para recoger y dejar correr el agua que se deslizaba por las superficies planas de las paredes cuando llovía.
Las cavernas no eran silenciosas, el sonido del viento se filtraba desde arriba y se mezclaba con los lejanos sonidos del bosque, ahora amplificados debido a la forma profunda y larga del lugar. Para Akím todo resultaba fascinante, en su pequeña aldea no usaban tubos, tanques, canales o aberturas para la lluvia o el viento. Limitaban sus actividades diarias a lo poco que tenían. Aquí en cambio, cambiaban el ambiente para beneficio común, y transportaban y daban uso al agua, al aire y a la luz.  
De pronto, hacia el lado izquierdo del muro, se abrió ante ellos una amplia sala pentagonal en la que ingresaron. Sus paredes eran menos altas que las que dejaron atrás en los pasillos y su techo mucho mas bajo aún y todo estaba pintado de blanco, lo que le daba a la sala un aspecto de pulcritud y claridad total. Aquí el aire entraba a través de unos conductos circulares, distribuidos de manera aleatoria en las paredes, que emitían un sonido constante y adormecedor. La sala estaba iluminada con pequeñas antorchas colocadas por pares en cada esquina.
Se dirigieron al fondo de la sala donde Akím pudo ver tres figuras sentadas tras una larga mesa de madera, bastante simple, que lucía como huérfana en medio de aquella inmensidad blanca. Los tres hombres que lo miraron desde sus sitiales tras el mesón le hicieron señas para que se acercara. Se veían pequeños desde la entrada, pero a medida que se aproximaba, Akím examinó con más detenimiento sus caras y descubrió que eran mucho más grandes e intimidantes de lo que a simple vista aparentaban. Estaban vestidos con largas togas grises, que les daban un aspecto de vejez que perdían al ser observados de cerca. Anú fue a sentarse, silenciosa y lentamente, en una silla cercana a la pared del lado derecho. No había nadie más en el amplio salón.

sábado, 26 de noviembre de 2011

Parte 2 La piedra llega a manos de Akim. Su aventura empieza

De un solo salto, que pareció detenerse en el tiempo, Yako alcanzó la piedra y la tomó entre sus dientes. Sobre la cabeza del inmenso monstruo el wako parecía apenas una sombra que cruzó a toda velocidad de un lado al otro. Y antes de que Bragmar despertara llegó de vuelta a la hendidura donde lo aguardaba el asombrado grupo de Wakos.
Este acto de valentía acrecentó su poder entre sus subordinados. Desde entonces Yako-Alfa contó siempre y hasta el fin de sus días con un grupo de animales que lo siguió ciegamente incluso hasta su propia ruina.
Más de cinco días les llevó el retorno entre las galerías y no se detuvieron en ningún momento. Sólo se sintieron a salvo cuando abandonaron las cavernas y se deslizaron fuera por los senderos de las escarpadas montañas, nuevamente con Yako-Alfa de guía. El camino de regreso les resultó inquietante, cada momento temían sentir el vuelo de Bragmar sobre sus propias cabezas, pero no fue así, ninguna eventualidad interrumpió su viaje. A medida que se alejaban del dragón, Yako notó que la piedra iba perdiendo su brillo hasta que quedó completamente extinguida. Solo parecía una piedra transparente y común.
Durante la marcha todos se encontraban terriblemente hambrientos. Lograron cazar pequeños animales pero no pudieron frenar su voracidad, la mala animosidad aumentaba en el grupo. Una noche antes de alcanzar su territorio Yako provocó una pelea entre los Wakos y dieron muerte al compañero de pelaje rojizo que luego fue cruelmente devorado por todos. Jurándole lealtad a su jefe, aquellos animales decidieron mentirle al resto de la asamblea en cuanto al destino sufrido por el Wako muerto.
Pero el daño estaba hecho, entre ellos creció la desconfianza y el miedo que habrían de sentir siempre en presencia de su jefe. No eran capaces de enfrentar ninguna de sus decisiones, jamás le pidieron explicación acerca de sus ideas o planes y nunca se separaron de él, ni aún en la mala hora en la que sus destinos se vieron entrelazados con la muerte o la rendición. Sin embargo al llegar a los dominios de los Wakos en las altas rocas de las montañas fueron acogidos como grandes héroes y se prepararon para llevar a cabo la siguiente etapa del plan.

V
Una Piedra y un Niño

Aquella mañana los habitantes de la Aldea en lo Alto se levantaron como siempre. Eran un pueblo simple y trabajaban y vivían de la tierra. Disponían de escaleras plegables para descender y dirigirse a sus campos sembrados para cosechar, recoger y traer las provisiones de alimento diario alrededor de las cuales giraba toda su existencia. Algunos se quedaban cerca de sus casas tejiendo, cortando madera para hacer muebles o juguetes, y otros trabajaban preparando vasijas de cerámica. Todos acarreaban muy temprano el agua que habrían de utilizar durante el día.
Una mujer encontró en medio de las casas aquella piedra extraña, redondeada y algo transparente. No parecía nada especial a primera vista, pero como nunca antes había hallado nada igual decidió guardarla en su bolso de trabajo y entregarla al atardecer a los sabios ancianos de la aldea, quienes a esa hora se reunían para educar a los niños, hablar acerca de las leyendas y las historias de otras épocas, y dictar las sencillas leyes de todos.
Para Akím aquella fue una jornada como cualquier otra, descendió de su hogar junto a su padre, que cojeaba debido a una vieja herida de guerra, y se dirigieron a sus parcelas labradas en los campos de trabajo. A medio día fueron al río, compartían un íntimo gusto por la pesca y aprovechaban el tiempo libre para practicarla hasta tarde. Cuando el sol anunció con sus rayos que se ocultaría pronto en el horizonte, volvieron a casa.
Al atardecer todos los habitantes de la aldea trepaban por sus escaleras de mano hasta los andamios que sostenían sus casas. Akím y su papá lo hicieron también. Y mientras su padre calentaba el fuego y la cena adentro, el chico se quedó un rato más observando el cielo. Y es que Akím amaba las puestas de sol y se sentaba con las piernas colgadas sobre el borde del andamio a contemplar como los colores cambiaban la expresión de las nubes lejanas y daban nuevas formas a la cara de la tierra. Akím imaginaba tierras extrañas y distantes aventuras llenas de color como el horizonte mismo.

Entonces solía preguntar:
  • Papá ¿Crees que mamá esté mirándonos ahora?
  • Claro Akím ¿No vez su cabello rojo desordenado en el cielo? Ella está allí cada atardecer saludándonos nuevamente.
Por eso Akím sonreía a los rayos anaranjados del atardecer y no entraba a su casa hasta que el sol terminaba de despedirse en el cielo.
Aquella noche hubo una agitación inusitada entre los habitantes de la aldea. De casa en casa atravesando puentes colgantes, los vecinos comenzaron a llamarse unos a otros, los ancianos estaban reuniendo a todos en la Casa-Centro del pueblo.
Cuando Akím entró junto a su padre en la estancia amplia y bien iluminada de la Casa-Centro, intuyó lo raro de la situación. Todos los aldeanos estaban allí, caso insólito ya que la gente mostraba poco interés por los cuentos de antaño. Allí estaban los niños, sus compañeros de juegos y sus madres, padres, abuelos, primos, tíos, jóvenes y viejos.
Las voces no cesaron hasta que entraron los ancianos sabios, entonces los adultos ocuparon las sillas rústicas de madera y los niños se sentaron con las piernas cruzadas en el suelo. Todos esperaron a que el Viejo-Sabio hablara. Este, sentado en su sillón, se dirigió a los presentes:
  • Se han de preguntar ustedes - dijo con voz clara- por qué interrumpí la paz de sus hogares esta noche. Aunque los niños se sentirán aliviados de sus lecciones, ya que nos atañen por el momento cosas de mayor importancia.
Los niños comenzaron a reír pero la cara seria del Viejo-Sabio les hizo callar inmediatamente.
  • Hoy ha llegado a mis manos ésta piedra- y levantándola en alto la mostró a la audiencia, mientras otro Sabio decía:
  • Es una reliquia del pasado, un tesoro que ya no puede verse hoy en día y que no deberíamos estar contemplando en este momento. Pocos entre ustedes o entre quienes viven hoy reconocerían el peligro que atrae sobre quien la posea.
Todas las caras se miraron con expresión confusa, nadie entendía aquel acertijo. Y el Viejo-Sabio retomó la palabra:
  • Se trata de una joya realmente valiosa y que es poseída por un dueño al que hay que temer.
Al decir esto se inclinó hacia los niños y abrió sus ojos desmesuradamente provocando un salto de asombro entre los pequeños. Y continuó:
  • Esta es la Piedra de la Inmortalidad de un dragón, su tesoro mas preciado, el peso de su propia alma. Y ha de estar buscándola ahora mismo y si la encuentra aquí acabará con nuestra aldea, para lo que le bastaría una de sus poderosas llamaradas.
Todos se agitaron en sus asientos -¿Qué podemos hacer?- ¿Cómo llegó aquí?- ¿Por qué a nosotros?- así iban creciendo los rumores, las dudas y los miedos entre los presentes. Entre tanta confusión el Viejo-Sabio volvió a hablar:
  • Cómo y por qué llegó aquí es algo que no podemos explicar, ni aún con toda nuestra sabiduría de ancianos. Sólo sabemos que debemos sacarla de aquí cuanto antes para no atraer sobre nosotros la ira de su legítimo dueño.
Tomando la palabra el otro anciano, que en ese momento miraba a Akím junto a su padre, dijo:
  • Así que hemos decidido que sea Kimath quien lleve la piedra a sitio seguro, ya que es él y no otro, el único soldado sobreviviente de las últimas guerras que aún vive entre nosotros
Akím no concebía lo que veía cuando su padre se acercó a los ancianos y tomó de la mano del Viejo-Sabio aquella extraña reliquia llegada del pasado remoto que podría ser la causa de su propia muerte (aquel pensamiento lo aterró). Tampoco escuchó ni sintió los saludos de asombro y felicitación que salían de todas las bocas a su paso, mientras se dirigían lentamente, a través de los puentes colgantes, a su casa.
Una vez allí su padre no habló. Tomó la piedra y la depositó cuidadosamente dentro de un cofre. Sacó de un viejo baúl de madera una espada corta de acero azul, un chaleco de anillos en malla para proteger el pecho y un hermoso cinturón para sostener todo al cuerpo. Era la vestimenta de un soldado, muy antigua, ya en la aldea no se fabricaban cosas así. Luego besó a Akím en la frente y se fue a dormir, aparentemente tranquilo.
Akím no podía aceptar lo que estaba ocurriendo, aunque su padre ostentaba aún gran parte de la fuerza que lo destacó como soldado, había sido herido y no podía caminar como antes, se veía impedido de desplazarse a gran velocidad. ¿Y si se encontraba en peligro?- ¿Y si los Wakos lo atacaban?- ¿Debería permitirlo?- Pero siendo solo un niño ¿Qué podía hacer ahora?- Estos pensamientos lo atormentaban.
El chico se movía en su cama de un lado a otro mientras una idea iba inundando su cabeza. Se levantó lentamente, pasó frente al cuarto de su padre con paso sigiloso y comprobando que él dormía se dirigió con prudencia hacia el sitio donde colgaba su bolsa de trabajo. Despacio y sin hacer ningún ruido extrajo de ella las herramientas del campo pero dejó la caña de pescar y una pequeña cacerola. Caminó discretamente hasta donde se encontraban las vestimentas de soldado de su padre y su espada, las tomó y las metió en la bolsa. Finalmente hurtó la piedra del pequeño cofre y la guardó también.
Se puso su abrigo y botas, se colgó la bolsa a la espalda (muy pesada), extendió la escalera de mano y descendió de su casa en medio de la noche llevándose a su vez una cuerda y provisiones de las que tenían guardadas.
Bajo la sombra clara de la luna y sin mirar atrás se alejó corriendo por la ladera de la montaña, acallando en su mente los remordimientos por lo que hacía y dejando a lo lejos las casas en alto de su aldea.






sábado, 19 de noviembre de 2011

Parte 1 Cuentos para compartir

Esta es la primera parte de la historia de "La Piedra Mágica del Dragón". Espero que la disfrutes tanto como yo al escribirla.
Gracias de nuevo por compartir esta aventura...


La Piedra Mágica del Dragón

Esta es una historia antes de la historia… Un relato que sucedió hace muchos, pero muchos miles de años cuando el tiempo y el mundo aún eran jóvenes… es el tiempo en el que los seres humanos aún convivían con animales míticos y extraños, y entre ellos se conocían muy poco pues se veían obligados a vivir aislados. Su mundo era un lugar tan fantástico como la imaginación eterna de los niños… Y ésta es una historia fantástica… la historia de un niño que se atrevió a ir más allá de lo que habían ido sus antepasados y vivió experiencias maravillosas…Algunos pensarán que es imposible y absurda pero no aquellos que conocen de verdad la fantasía vívida y saben con certeza que la única limitación para los sueños es aquella que nuestra propia mente nos impone…

I

La Aldea en lo Alto
Durante las últimas semanas Akím no había dormido bien, casi todas las noches el aire se cargaba con los aullidos de los Wakos. Podía sentir aquel canto constante como un martilleo en sus oídos, que rebotaba en su cabeza y se convertía en sus peores sueños. Aquel aullar repetitivo transformaba las sombras de la noche y las hacía vagar infinitamente frente a sus ojos, le producía una sensación de vértigo que terminaba por hacerlo caer en el vacío desesperado del miedo, solo interrumpido por la presencia de aquello que se teme demasiado cerca.
Durante las últimas semanas también había escuchado de continuo las pisadas de los Wakos, que bajo los troncos que sostenían su casa se deslizaban como nubes furtivas en la oscuridad. Al principio se arrebujaba en sus cobijas y no lograba conciliar el sueño, pero luego de algunos días optó por quedarse despierto y atento a aquellos pasos disimulados que se anunciaban desde lejos.
Una noche pudo más la curiosidad que el temor y asegurándose que su padre dormía se dirigió con sigilo a la puerta de su cabaña, se deslizó sobre el vientre y se acercó al borde de la plataforma sólo para ver pasar como rayos veloces los enormes cuerpos negros de los Wakos. Akím quedó paralizado, su sangre galopaba fuertemente a través de sus sienes y sus ojos no podían cerrarse. Allí abajo, una y otra vez, las figuras negras olfateaban, escudriñaban y se agazapaban. Su fuerte olor llegaba en una exhalación y se transformaba en vapor que iba cubriéndolo todo.
Aunque debido a la presencia de aquellos animales los habitantes del pueblo de Akím habían construido sus casas en lo alto (sostenidas en plataformas montadas sobre pilares de troncos) los Wakos no cesaron nunca en su intento de atrapar a los hombres incautos o de robar en medio de la noche las provisiones de los aldeanos.
Ahora nuevamente se hallaban allí, su pelaje azabache resplandecía bajo la pálida luz de luna, sus ojos rojos lograban ver a través de las tinieblas de la noche y sus grandes patas parecían flotar sin tocar apenas el suelo. Se escurrían silenciosos pero se comunicaban entre sí manteniendo constante contacto visual entre unos y otros. El niño agachó su cabeza temeroso de ser descubierto y enfocado por aquellos ojos. Esperó sin moverse hasta que el mutismo se apoderó del lugar y pudo lentamente deslizarse de nuevo dentro de su cabaña. Aún tembloroso y sudando se metió bajo las mantas de su cama.
Era la primera vez que Akím veía aquellos animales, y al hacerlo comprendió la forma de vida que llevaban en su pueblo. Eludían con terror a los Wakos y era difícil encontrarlos. Durante el día los Wakos no salían y los aldeanos aprovechaban la luz para sembrar y construir sus casas en lo alto. Cada noche en cambio aquellos animales atravesaban los bosques de troncos y veían sobre sus cabezas las viviendas de los hombres sin poder hacer nada para llegar hasta ellas. Aún así, ya no era mucha la gente que vivía allí, con el tiempo se habían ido o se habían mezclado con otros pueblos y sólo algunos pocos mantenían su herencia original.
II
La Reunión De los Wakos
Aquella noche había luna llena, las sombras fantasmales rodeaban a lo lejos los senderos de las florestas y las laderas de las montañas. El viento agitado recorría las cuestas pedregosas y las orillas de los ríos, despertando lentamente su canto nocturno. Los árboles y los animales en ellos se mantenían inmóviles. A media noche comenzaron los aullidos, las gentes en sus casas se estremecían y cubrían doblemente a sus hijos o avivaban el fuego en la lumbre del hogar. Los Wakos se estaban reuniendo.
Llegaban de todas partes. Wakos de lomos plateados y grandes patas que vivían en lo alto de las montañas. Wakos enanos y peludos que moraban en las cuevas de las tierras bajas. Wakos delgados, rojizos y de largas zancadas acostumbrados a vivir entre las rocas de las distantes praderas. Y los Wakos fuertes, de grandes colmillos blancos, y gran resistencia para perseguir y cazar a sus presas entre las manadas de animales salvajes.
De todos los senderos venían caminando en filas sombreadas por la luna. Venían a reunirse en lo alto de las colinas de las rocas calizas, dominio de los Wakos Lomo Plateado. Habían sido todos convocados por éstos, los más antiguos Wakos que se conocen y también los más sabios. Eran aún todos ellos comandados por el Wako-Alfa más viejo de la manada más vieja, éste tenía ya todo el pelo encanecidoRodeábale su manada de Wakos Lomo Plateado y a su derecha se situaba su hijo Yako, con grandes patas y colmillos relucientes. Cuando todos se hubieron ubicado Wako-Alfa habló:
  • ¡Hermanos Wakos! Fuertes, Enanos, Pelirrojos y Lomos Plateados, muchos han sido los años que hemos vivido sobre esta tierra y muchos aún vendrán en los que nuestras voces se escucharán como la ley de estos dominios, sin oposición y con miedo.
Grandes estallidos de aullidos llenaron los espacios vacíos entre las rocas. Y Wako-Alfa continuó:
  • Aún así nuestra fuerza se ha reducido y nuestro número disminuye, y si nuestras leyes ya no se escuchan y nuestro pueblo agoniza es por culpa de los HOMBRES.
Ahora se mantenía un profundo silencio, cada Wako sentía en su interior dolor por aquellas palabras. Todos comenzaron a mostrar sus colmillos con odio.
  • ¡Sí Hermanos! De los hombres, que ya no muestran respeto por nuestro pueblo y han dejado de proveernos alimento. Alejan a los animales y se burlan de nosotros escondiéndose, planeando nuestra destrucción y la ruina de nuestra tierra.
Nuevos estallidos de gruñidos furiosos.
  • Si hemos de bajar la cabeza ante estos enemigos no lo haremos sin pelear, por eso os he convocado aquí esta noche, para iniciar una GUERRA.
De todas las gargantas salían aullidos de júbilo, de odio, de rabia, de furia contenida durante mucho tiempo.
- Pero para poder llevarla a cabo necesito el apoyo y la ayuda de cada uno de ustedes, con la fuerza de todas las manadas juntas, solo así lograremos vencer al hombre e implantar nuevamente la Ley del Aullido y del Colmillo que será escuchada y acatada por cada ser viviente en nuestro territorio.
Todas las patas comenzaron a golpear el suelo al unísono, a modo de marcha constante y aterradora, que iba en aumento y rompiendo el silencio de la noche. El Wako-Alfa esperó a que aquella manifestación de orgullo y apremio concluyera para continuar diciendo:
  • Pero ahora los años me pesan, así que aquí he de presentar a mi hijo Yako como nuevo líder y esperar si alguno le presenta desafío para que pruebe su capacidad frente a esta asamblea.
Yako, que estaba a su derecha, se adelantó. A la luz de la luna su fuerte lomo plateado se veía aún más reluciente. Su tamaño era impresionante y sus colmillos blancos intimidaban a cualquier oponente. Sin embargo era un Wako y sabía que no podría ser un líder sin un desafío que demostrara su grandeza.
Sólo un Wako Fuerte se atrevió a hacerlo. Luego de los Lomo Plateado los Wakos Fuertes eran los de mayor jerarquía debido a su gran tamaño. Siempre habían deseado la jefatura sobre las manadas, que desde el principio había sido ejercida por los Lomo Plateado ya que eran los más antiguos. El Wako Fuerte se aproximó a Yako. Los que estaban alrededor se alejaron dejando un círculo en el que los dos animales se miraron frente a frente.
Wako-Fuerte atacó primero, se lanzó con una dentellada sobre Yako rozando apenas su pata peluda. Yako retrocedió y saltó sobre el lomo de su adversario y éste se retiró no sin haber recibido un fuerte mordisco en la espalda. Debilitado y sangrante pero aún dueño de toda su furia, Wako-Fuerte embistió por un costado a Yako quien repentinamente perdió el equilibrio y calló. Entonces, aprovechando la caída de su adversario, Wako-Fuerte se arrojó sobre él tratando de desgarrar con sus dientes el lomo plateado de Yako, quién no pudo reprimir un fuerte aullido de dolor y rabia. En cuanto pudo Yako se separó de un salto hacia atrás de su oponente y ganando tiempo se repuso y de pronto saltó otra vez y se fue encima del Wako-Fuerte, rebotando varias veces sobre su lomo y aplastándolo bajo su peso. Yako mantenía ahora sus mandíbulas apretadas sobre el cuello del Wako-Fuerte, quien murió asfixiado tratando en vano de deshacerse del cuerpo de Yako que lo aplastaba y mordía inevitablemente.
Toda la asamblea contenía el aliento. No se escuchaba ni un quejido, ni un gemido, ni aún entre las filas de los demás Wakos Fuertes. Tan rápido y letal había sido el ataque de Yako que nadie se atrevió a emitir ningún sonido.
Yako soltó el cuerpo sin vida de su oponente, y aún con el hocico bañado en sangre y con su voz de trueno gritó:
  • Reclamo para mí y mi manada la jerarquía de los Wakos.
Se rompió así el silencio y hubo grandes manifestaciones de apoyo y aprobación. Los Wakos tenían un nuevo líder y ninguno osaría en adelante desobedecerlo.
Ya en el horizonte comenzaban a aparecer los primeros rayos de luz. El cielo clareaba lentamente, así que la asamblea se disipó, quedando obligada a reunirse durante la noche siguiente para escuchar a su nuevo guía.
III
YAKO-Alfa
A la siguiente noche ya estaba Yako ocupando su nuevo sitio en el morro más alto de las rocas calizas en las montañas, desde donde veía venir a todas las demás manadas de Wakos bajo la luz de la luna.
Yako se veía tan imponente como su padre, aunque en sus ojos, a diferencia de los de aquel, brillaba una nueva luz cargada de terrible aborrecimiento.
Yako había crecido sin conocer el miedo, era irreverente y poco reflexivo. Prefería la pelea y el enfrentamiento al acuerdo mutuo o al sometimiento. No sentía aprecio por nada y no aceptaba depender de nadie para sobrevivir. Se creía con derecho y sin impedimento a la jefatura de la manada y se veía a si mismo como el único capaz de llevarla a cabo adecuadamente.
Cuando ya todos se habían ubicado como la noche anterior, Yako-Alfa se dirigió hacia ellos con entusiasmo renovado:
  • ¡Hermanos! Ahora soy la voz de mi padre y la voz de vuestro interior. Ahora sólo escuchareis mis palabras. Porque ahora mi voz es la Ley del Aullido y del Colmillo. Y no seré nada sin ustedes y ustedes no serán nada sin MÍ.
Un profundo silencio enmarcaba su mensaje, éste era un líder más fuerte que ninguno y tan poderoso como todos, tenía la aprobación íntima de la manada por su fuerza, y la colaboración total de cada uno por sus palabras.
  • Soy lo que cada uno desea de mí y seremos juntos los más poderosos
Estallaron enérgicas manifestaciones de apoyo: Aullidos, marchas, movimientos de colas, cabezas y patas que tardaron un buen rato en ser acalladas. Cuando la asamblea volvió finalmente a la calma, Yako-Alfa habló de nuevo:
  • Entre los Lomo Plateado y yo hemos ideado el modo de destruir a los humanos y deseamos que sea aprobado por todos los presentes en esta asamblea.
Yako miró a cada uno directo a los ojos, y ninguno soportó por mucho tiempo el peso de su mirada. Uno a uno, los Wakos fueron obligados a bajar la cabeza en señal de sumisión, una conducta de disciplina exigida entre animales de la misma manada frente al líder.
  • He aquí nuestro plan: Unos cuantos de entre nosotros ascenderán a las cuevas profundas de las altas montañas del este, que son la morada de Bragmar, el último dragón.
Los Wakos en la asamblea contuvieron el aliento.
- Una vez allí robarán la Piedra de la Inmortalidad de Bragmar y la colocarán en medio de la aldea de los hombres. Así cuando el dragón descubra donde está, destruirá la aldea y con ella a nuestros enemigos que quedarán al descubierto.
La Piedra de la Inmortalidad era una joya que cada dragón poseía y que le permitía vivir para siempre. Muy al contrario de lo que se podría pensar, no se trataba de un hermoso diamante o de un rubí, sino de una sencilla roca de forma redondeada que se tomaría por una piedra cualquiera.
  • No arriesgaré la vida de ninguno de ustedes sin antes arriesgar la mía propia, así pues partiremos mañana por la noche, si alguno quiere acompañarnos será bienvenido.
Yako se adelantó con dos Lomo Plateado. Entonces un Wako-Rojizo se acercó también, y luego dos Wakos-Fuertes de enormes colmillos junto a un Wako-Enano muy peludo completaron el grupo.
Yako se exponía a que el primer capítulo de su vida como jefe fuera también el último y sin saberlo esperaba con el corazón anhelante. Durante el siguiente anochecer los siete animales comenzaron la marcha que no sólo habría de ser dura, sino que les demostraría con el tiempo que habría de cambiar para siempre sus vidas.
IV
La Mansión de Bragmar
El grupo de Wakos corría sin detenerse con Yako-Alfa a la cabeza. Sus enormes patas apenas salpicaban el suelo ya arenoso, ya sembrado de hierbas, ya lleno de rocas. Se movían como sombras fantasmales y silenciosas en la oscuridad nocturna y nada los hacía descansar, ni el sudor, ni la sed, ni su propio cansancio. Iban dirigidos por la voluntad de Yako que era mayor a cualquier otra emoción que pudieran recordar.
Al correr experimentaban la sensación milenaria del placer que llevaban en la sangre todos los de su raza. Sentían el poder de sus músculos y la libertad de recorrer sin oposición sus propios territorios. No tenían ni sombra de duda sobre el plan trazado por el jefe y lo llevarían a cabo aún a costa de sus propias vidas.
Mientras era de día se ocultaban bajo las rocas, plantas o cuevas y al anochecer reanudaban la marcha. Tardaron veinte días con sus noches en alcanzar las cumbres de las montañas del este donde reptaban las profundas cuevas de Bragmar.
Entraron a las cuevas. Casi al instante les invadió el peso del aire enrarecido y una intensa humedad a sus pies. Las cavernas eran abruptas y oscuras, se abrían en galerías desoladas donde sólo de vez en cuando encontraban agua, algunos líquenes y hongos sin color. Por muchas horas viajaron a través de las galerías sin hallar nada más que oscuridad, humedad y una emanación gaseosa e intensa. A medida que avanzaban aumentaba el vapor y un olor a podredumbre que invadía el cuerpo y el espíritu.
Sin embargo eran de una estirpe que no se aminalaba fácilmente. Harían falta más que cavernas oscuras o monstruos dormidos para que los Wakos aceptaran una derrota. La furia instintiva recorría su sangre y la supervivencia de la ley de matar o ser muerto regía sus conciencias sin permitirles reflexionar acerca del plan que tenia el jefe en mente.
Luego de una caminata interminable divisaron a lo lejos una luz intensamente roja y que se colaba por entre las ranuras más pequeñas de las rocas en las cavernas. Se acercaron sigilosos y por una hendidura abierta hacia una espaciosa sala vieron a la fascinante bestia, quien yacía aparentemente dormida sobre un suelo de arena y polvo.
Los rojizos resplandores del cuerpo del dragón creaban la luminosidad que los Wakos habían estado siguiendo.
Pisando con cuidado notaron que el suelo estaba lleno de esqueletos de animales muertos hacía ya mucho tiempo. Cabezas, mandíbulas, largos huesos, dientes y hasta colmillos de Wako. Un estremecimiento los obligó a retroceder. Solo Yako, conteniendo los enloquecidos latidos de su corazón, fue capaz de adelantarse lentamente hasta las patas del dragón, que sostenían su cabeza dormida. Y sobre su cabeza entre las espinosas escamas vio la piedra. Brillaba como una antorcha sobre la frente del monstruo.