sábado, 17 de diciembre de 2011

Parte 4 Las Tareas de Anú

VIII

El Tribunal de los Tres

La voz del hombre que se dirigió a él era profunda y clara, resonaba en el recinto con un breve eco de fondo. Le dijo que se encontraba en la sala de las audiencias donde se dictaba la ley y se impartía justicia, donde no se aceptaba el engaño y se sentenciaban las penas. El nombre de aquellos hombres era Burka (Juez de la Verdad); el primero de izquierda a derecha y quien hablaba. Parayi (Juez de la Justicia) al centro; y Kirra (Juez de la Pena) último a la derecha.
Durante casi una hora escucharon la historia de Akim, quién estuvo todo ese tiempo de pie frente a los jueces. Habló de su salida de la Aldea en lo Alto, de la persecución de los Wakos, de su encuentro con Walo y finalmente de cómo había sido capturado y llevado contra su voluntad a aquel mundo subterráneo. Akím sin embargo se cuidó mucho de mencionar la Piedra del Dragón, ni el peligro que representaba tenerla en su poder.
Habló de si mismo y de su familia, del nombre de su padre y sus antepasados y del modo como vivían los habitantes de su aldea. No se le ocurrió otra explicación para su salida nocturna que el hecho de querer hacerse hombre alejado de sus seres queridos y descubrir cuan grande y distinto podría ser el mundo.
Solamente cuando terminó de explicarse los jueces se dirigieron a él. El primero en hablar fue Burka, Juez de la Verdad, quién poniéndose de pie y dirigiendo su mirada directamente sobre Akím le dijo:

  • Reconozco un secreto guardado en tu historia y no te exigiré aún que des cuenta de él si no te parece necesario, aunque puede que en el futuro te encuentres citado de nuevo ante nosotros por tu verdad faltante- Hizo una breve pausa y continuó:
  • Por el momento puedes quedarte aquí, debes saber que todo aquel que entra al Bosque Prohibido no vuelve a salir de él y tú permanecerás en nuestra Ciudad Subterránea donde podrás moverte a tu antojo siempre y cuando entiendas que aún no puedes abandonarla, eso se decidirá a su debido tiempo. Y debes también entender que el tiempo en nuestro mundo es lento. Aquí abajo nada nos apresura y todo tiene su ritmo propio.
Akím pensó que por el momento era mejor no desesperar, no ganaría nada peleando contra aquella gente a la que ni siquiera podía ver y mucho menos comprender todavía. Se alegró al pensar que no debía aún ninguna explicación por su piedra oculta y trató de parecer no tan culpable y de sentirse no tan abatido.
Luego llegó el turno de Parayi, Juez de la Justicia, quien levantándose de su silla central y con una voz que sonó ligeramente melodiosa y tranquilizadora dijo:
  • Justicia es que cada uno dé según sus capacidades, acciones y necesidades - Y enfatizando sus palabras agregó:
  • Si bien he entendido en tu aldea trabajabas la tierra. Pues bien, aquí pagarás tu estadía con un trabajo igual, formarás parte de la cuadrilla de agricultores que labora durante el día y te presentarás ante ellos mañana antes del alba. Con el resto de tu tiempo podrás hacer lo que quieras, siempre y cuando permanezcas dentro de los límites de nuestra ciudad y no interrumpas la labor de nadie - Y suavizando aún mas su voz, añadió:
  • Por otro lado en nuestra cultura cada hombre, mujer y niño debe estar de acuerdo con el trabajo que se le impone y manifestarlo, ya que no obligamos a nadie a hacer nada para lo que no este bien dispuesto. ¿Que dices a esto? ¿Aceptas el trabajo sugerido?
Luego que Akím respondiera afirmativamente, Parayi se sentó y sonrió asintiendo lentamente con la cabeza mientras miraba fijamente al chico. En ese momento se levantó el Juez de la Pena. Último a la derecha, era ligeramente más bajo que los otros dos y su voz asemejaba el siseo de las serpientes y transmitía desconfianza y temor. Tenía los ojos rasgados como almendras y en sus pupilas brillaba una luz amarilla intensa. Y así habló Kirra:

- Sabemos que no representas un problema para nuestra seguridad, pero no estamos seguros del animal que te acompaña. Estará a prueba aquí y si su presencia trajera consigo alguna desgracia para nosotros será expulsado de nuestros dominios y una vez fuera será sacrificado para que no pueda traer a sus iguales hasta la Ciudad Subterránea.

Ante esta afirmación Akím intentó replicar con ira, pero se contuvo al ser consiente de la mirada que los otros dos jueces clavaban sobre él. Sin embargo sintió un profundo dolor y comprendió que el tribunal anunciaba al último las malas noticias y que la tarea correspondía al Juez de la Pena. Sobreponiéndose a su pesar y a su cólera alegó que respondería él mismo por la actitud de Walo y además aseguró ante el tribunal que podría mantenerlo tranquilo y sin causar ningún daño durante su estadía.

Diciendo esto no podía dejar de mirar conmovido los impacientes ojitos del animalito inquieto que ahora se hallaba estirado en el piso bajo sus pies y jadeando le devolvía una mirada llena de adoración e inocencia infinita.
Sorprendiéndose de pronto, el chico notó por primera vez una pequeña puerta de madera, pintada de blanco, que se abrió para dar paso a un hombre. Este cargaba un libro abierto que presentó a cada uno de los jueces, donde escribieron algo. Luego el hombre se dirigió hacia él mostrándole el libro también, en una página donde Akím vio transcritas cada una de las palabras que se habían dicho en la sala incluyendo las suyas, bajo las cuales el hombre le indicó que pusiera su nombre y así lo hizo.
Mientras aquellos hombres se levantaban, hablaban entre ellos y se dirigían hacia la puerta detrás de la mesa, Akím fijó sus ojos en Anú, quien continuaba sentada en su silla a la derecha con una cara tan inexpresiva como la de los hombres que se alejaban. Entonces ella también lo miró y en sus ojos pudo Akím adivinar una curiosidad no menor que la suya y un deseo inútilmente oculto. Apenado bajó su mirada.
IX

El Sueño del Dragón

Bragmar dormía intranquilo. En sus sueños veía como una sombra negra entraba furtivamente y volando lentamente sobre su cabeza sustraía su alma inmortal. Se agitaba en sus visiones. Apretaba sus párpados con fuerza reprimida. Exhalaba su aliento irregular.
Hacía muchos siglos que Bragmar dormía. El fuego en su garganta reposaba enrareciendo el aire de sus cuevas. Allí el tiempo carecía de significado y se desplazaba sin horas en una espiral infinita. Pero aquel sueño era insistente, amenazaba con despertar el deseo adormecido de Bragmar, quien en su perenne sopor no podía asegurar si aquella sombra pertinaz tenía forma, si había pasado ya o estaría dispuesta a hacerlo.
A través de sus sueños el dragón veía el mundo, se elevaba por sobre las cumbres y a sus pies desfilaban los pueblos, los animales, los bosques, las montañas y el océano. Ningún cambio representaba mucho para él, ya que había existido desde siempre. Y aún cuando todo aquello se desvaneciera, él continuaría allí, al lado del calor más insondable de la tierra, del que nacen las montañas y se evaporan los mares. Comprimido en las abruptas cavernas que atraviesan los montes donde se extiende su morada.
Era la morada profunda excavada en las altas montañas del este. Constituía una serie de caminos y túneles que serpenteaban internamente bajo las rocas y el suelo. Estaban inundadas por el aliento del dragón y sus entradas se perdían en lo alto de las cumbres. Ninguna criatura viva había osado acercarse hasta ellas y aún menos ingresar, hasta que los Wakos lo hicieron para robar la joya de Bragmar. Ahora el dragón dormitaba inquieto, sintiendo su sangre fluir nuevamente por sus miembros extendidos, concibiendo su sueño desvanecerse lentamente ante la amenaza latente de su premonición.
Actualmente su mundo se encontraba rodeado por la oscuridad, alguna vez había sido claro y lleno de vida reverberante. Pero su larga estadía consiguió secar los prados y las plantas, derramar las rocas sobre las laderas, destruir las colinas y transformarlas en abruptos acantilados, llenar cada espacio de desolación y cenizas humeantes. Aún quedaban algunos parajes hermosos en las montañas pero no a la vista del dragón, donde el agua se abría paso tercamente en medio de la ruina.
El calor nuevamente comenzaba a surgir del fondo de la tierra. El dragón iba sintiendo como un hormigueo avivaba los reflejos en sus músculos, se deslizaba desde sus enormes patas hasta su lomo, se extendía desde su cola hasta sus alas membranosas produciendo espasmos de recuperación. Su mirada violenta volvía del vacío y retenía lentamente en su memoria cada espacio de las cuevas.
Bragmar despertaba. La luz que emanaba de su cuerpo laminaba cada recodo en su hábitat subterráneo. Su ardor lamía las rocas y las fundía. Se movía pesadamente y sólo escuchaba el crepitar de su piel escamosa. Estiró lánguidamente sus extremidades y de pronto se inmovilizó, no sintió el peso de su joya sobre su cabeza.
Dejando salir toda su furia contenida se deslizó hacía arriba en las galerías suprayacentes. De un choque con su formidable cuerpo desprendió el techo de aquel túnel y salió a la luz mortecina del exterior. Sacudió sus alas y las extendió totalmente sólo para ver la destrucción que dejó a su paso y su propia luz sobre las colinas. Y se alejó volando, dominando con dificultad el fuego que ardía en su garganta y se aprestaba a salir para devorar todo en su camino.
X

La Sala de Salida

Con un repentino estremecimiento de miedo Walo se despertó, miró a su alrededor y recordó que estaba bajo la cama de Akím. Se levantó ligero y se acercó a la pequeña cacerola con agua cerca de la puerta de la habitación. Bebió ávidamente. Se volvió para observar por sobre la altura de la cama la cara plácida del niño dormido y olvidó el miedo.
Walo no podía recordar nada de su vida antes de Akím, solo algunos olores que ya no le eran familiares. El niño representaba toda su existencia, todos sus deseos y toda su necesidad. No podía ser de otro modo para él. Mirándolo podía comunicarse con él, se entendían perfectamente, las pretensiones de Akím aparecían siempre pintadas en sus ojos y Walo no osaba contrariarlo.
Regresaba a su sitio bajo la cama para echarse de nuevo cuando sintió que alguien abría despacio la puerta del cuarto. Se deslizó cerca del intruso y ya iba a saltar sobre él para darle una lección de respeto cuando comprendió que se trataba de Anú. El olor de la niña lo fascinaba, sabía que traería con ella algo sabroso para comer y que se lo daría y luego obtendría una caricia suave en su cabeza. Aunque al principio se había mostrado indiferente con él, ahora se amaban mutuamente. Así que el corazón de Walo se hallaba dividido entre su devoción por Akím y su debilidad por Anú.
Vio como ella se acercaba a la cama y despertaba a Akím, les dejaba algo de alimento y salía tan sigilosa como entró. Luego de haber comido ella volvió, los condujo por pasillos poco iluminados hacia una “Sala de Salida” (así se llamaba el lugar donde se ubicaba una puerta al exterior) que se encontraba atestada de gente. Walo sintió un mareo frente a tantos nuevos olores.
Toda esa gente constituía la cuadrilla de trabajo en el campo. Eran los encargados de sembrar, cosechar y recoger los alimentos vegetales que se consumían en la ciudad subterránea. Allí había niños, niñas, hombres y mujeres. Todos ellos se asemejaban más a Akím, estaban bronceados debido al trabajo bajo el sol y sus cabellos no eran del todo oscuros, parecía que el sol se empeñaba en decorar aquellas cabezas con sus diferentes tonos.
Walo se sintió molesto al principio entre tantas piernas desconocidas, pero luego al abrir la compuerta y salir al exterior se sintió dueño de una felicidad casi absoluta. Corrió con toda la velocidad que le permitieron sus pequeñas patas, se deslizó sobre la grama, mordió cuanta planta o hierba se le atravesó en el camino y olfateó cada diminuto animal que vio. Sin decir que marcó libremente una enorme área de su territorio (lo que dentro de la ciudad no le permitían hacer).
Todo esto podía hacerlo Walo mientras Akím se dirigía con el grupo a los campos sembrados. Walo corría de vez en cuando a su lado para verificar por si mismo que el niño se encontraba bien. Más de una vez tuvo que mostrarle sus dientes a algún desconocido que se acercaba mucho a Akím, y aunque solo recibía sonrisas y caricias entre las orejas, Walo no se permitió perder la compostura, las personas debían entender que él estaba allí para proteger al pequeño y así lo haría. Se extrañó al no ver a Anú en el camino, evidentemente ella se había quedado en la ciudad y se perdería toda la diversión.
Mientras el grupo trabajó, comió y recogió su cosecha, Walo tuvo tiempo por fin de explorar el mundo y recibir un poco de sol. No paró de correr durante el día, iba de un lado a otro olfateando, probando, arrancando o lamiendo según su intención. Encontró un río cercano y bebió hasta saciarse y luego chapoteó y se ensució y se volvió a lavar sumergiéndose en el agua. Aquello era lo más cercano a la perfección y sin embargo al caer la tarde el grupo se empeñó en volver a la ciudad oculta.
Al entrar nuevamente a la Ciudad Subterránea Walo quedó ciego por un instante, mientras se cerraron las puertas la oscuridad fue total. Se sintió aliviado al saber que Akím estaba de pie a su lado, sería una gran tragedia que aquel niño que estaba bajo su responsabilidad se perdiera entre el bosque de piernas.
Luego fueron conducidos al “Salón Comedor” donde los que habían pasado el día trabajando en los campos eran atendidos y servidos por gente que se encarga gustosa de las cocinas comunes de la ciudad. El “Salón Comedor” era inmenso, con sus paredes y piso de piedra pulida. A ambos lados del recinto se alineaban cuatro mesas amplias donde podían sentarse a cenar al mismo tiempo gran cantidad de personas. Walo fue ubicado junto a Akím y se le sirvió la misma ración que a los demás. Todo era delicioso y Walo estaba encantado de que se reconociera su jerarquía dentro de aquella manada.
Cuando estaban terminando de comer llegó Anú, Walo saltó sobre ella al verla y la niña le retribuyó su devoción con una sonrisa y caricias suaves sobre la cabeza. Como aún no conocían muy bien los pasillos y grutas de la ciudad Anú les servía de guía y los conducía a donde quisieran ir.
Aquella noche conocieron las cocinas, las grandes despensas, los depósitos de grano, arroz, cebada y aceites, todo extremadamente limpio y organizado y con muchas personas que trabajaban en cada lugar. La chica también los llevó a los lugares donde criaban animales. Akím estaba atónito y maravillado porque en su pueblo hacía ya mucho tiempo que no se tenían animales para la cría. Walo sintió un poco de desprecio por los emplumados que Anú les enseñó, eran animales tan atolondrados que les hacía falta una buena lección de disciplina y jerarquía para formar una manada bien establecida en medio de aquel desastre de chillidos, correrías y alboroto. Miró con mayor respeto el decoro de las cabras domésticas que se mantenían en corrales cerca de una de las Salas de Salida, por donde todas las mañanas los ordeñadores y pastores las sacaban a comer y las conducían en grupos organizados hasta el río.
También había recintos en los que la gente ejercía los más diversos oficios. Algunos se dedicaban a la confección de las antorchas que no desprendían humo (mezclando un poco de sal con resina), otros eran hábiles en la confección de colchones y almohadas con plumas. Había personas que se encargaban de estudiar las diferentes propiedades de las plantas y los extractos que se podían crear con ellas. Akím encontraba en cada rincón muchas razones para renovar su asombro ante la organización de aquel pueblo. Y Walo encontraba nuevos horizontes para ser feliz y explorar.
Durante sus salidas Walo corrió más que nunca, alejándose de los límites de los campos sembrados y acercándose a los linderos de los matorrales. Allí, un día sintió un extraño olor. Su cuerpo se puso tenso, adelantó la cabeza alargando su hocico para aspirarlo mejor. Repentinamente un par de orejas largas brincó entre las altas hierbas y Walo a toda velocidad saltó sobre el animal que huía. En un minuto le había dado alcance y sintió una tremenda necesidad de clavar sus pequeños colmillos en el cuello de su víctima ahora inmóvil. Pero algo lo detuvo, no sentía hambre, ¿para qué habría de matarlo entonces? y lo dejó marchar. Se dirigió al río para beber y sumergió casi completamente su cuerpo, sintiendo al emerger en cada gota la frescura del agua. Se sacudió sonoramente y caminó a lo largo de la rivera, vigilando a los pájaros, atento a los ruidos de las hojas en el suelo, al chapoteo constante de las ranas y al vuelo sutil de las mariposas sobre las plantas florecidas. Llegó de pronto a una porción empantanada de la orilla donde miró con asombro huellas iguales a las suyas, pero mucho más grandes que sus propias patas. Estaban por todas partes, tenían un olor particular y se habían arrastrado cargando algo que a su paso dejó un rastro de sangre. Walo se sintió confundido entre el temor y la curiosidad que le causó el hallazgo. Siguió el trayecto de las huellas por un rato, pero parecían retornar en círculos y no llegaban a ninguna parte. Luego se aburrió, se echó sobre la grama y estiró sus patas, limpió su pelaje y frotó muchas veces la cabeza contra las hierbas y entonces escuchó la voz de Akím que lo llamaba desde lejos. De un salto se puso en pie y emprendió una carrera desenfrenada hasta donde estaba el niño, dándole alcance rápidamente. Luego iniciaron la marcha de regreso y Walo caminó muy cerca del chico para estar seguro de no perderlo en el trayecto.
Cuando en la noche, ya bajo tierra, se encontró con Anú, saltó a sus brazos y le lamió la cara y las manos, así dejaba su olor en ella y se aseguraba que quien la oliera entendiera que le pertenecía. Además le agradecía también con aquel gesto la comida que recibía de ella cada anochecer.

XI

La Vida Secreta de Anú

  • Anú ¿A qué te dedicas? ¿Cuál es tu ocupación aquí?- preguntó Akím luego de la cena
  • Bueno, si realmente quieres saber, ven conmigo.- Y los tres caminaron silenciosos por pasillos que Akím nunca había recorrido.
El trayecto no era corto, y en algunos lugares debieron subir escaleras ligeramente empinadas y con poca luz. Anú tenía un manojo de llaves y fue abriendo cuidadosamente un montón de puertas que se sucedían y que tenían el propósito de confundir hasta al más experto. El chico estaba intrigado ¿Por qué tanto secreto? Walo en cambio caminaba confiado, olfateando todas las esquinas y los rincones oscuros que encontraba, siempre moviendo la cola detrás de Akím. De pronto el chico se dio cuenta de lo mucho que había crecido Walo. Ya no era aquel cachorrito que apenas alcanzaba su rodilla, ahora se recostaba cómodamente de su muslo y lamía su mano sin tener que levantarse sobre sus patas traseras o elevar su cabeza ¿Cuándo ocurrió?
Durante el recorrido vieron abrirse ante ellos dos grandes salas de cuartos llenos de camitas ordenadas y limpias como la de Akím. Eran las habitaciones de los chicos (ala derecha) y de las chicas (ala izquierda) donde dormía Anú. Walo entró corriendo a la habitación de las chicas y se lanzó sobre una de las camitas y la olfateó y recostó su cabeza una y otra vez entre las sábanas, Anú y Akím se miraron y rieron juntos ¡Aquella era la cama de Anú! Y Walo podía reconocerla. En las paredes laterales de ambos cuartos se veían grandes aberturas redondas con pequeñas hélices que giraban regularmente, constituían el sistema de ventilación que se extendía por toda la ciudad ¿Cómo funcionaría? se preguntaba Akím cada vez que se topaba con una de ellas.
Finalmente, luego de subir y bajar interminables escalones, llegaron ante una gran puerta redondeada en su parte superior, donde unas letras escritas en relieve rezaban “A ti extraño que entras a los recintos del saber - no perturbes la paz de este encuentro
  • Para mi gente no hay mayor tesoro que los libros, todo lo reproducen por escrito, desde nuestra historia hasta el conocimiento generado cada día- dijo Anú abriendo la puerta y añadió:
  • Por favor mantengan el silencio
Al entrar les llamó la atención la cantidad de luz que había en el lugar y el gran número de personas que estaban sentadas o de pie, trasladando libros, copiando o sólo leyendo. Era asombroso. Tanta organización y tantos libros, manuscritos, papeles, rollos de mapas, dibujos, documentos. Había tal cantidad de ellos que las paredes lucían forradas por los estantes abarrotados.
Tanto los muros como el techo y el piso del lugar estaban completamente pintados de blanco al igual que la Sala del Tribunal, la que Akím había conocido algunos meses atrás cuando fue conducido a este mundo subterráneo.
  • Y ¿Qué haces tu aquí a diario?- insistió Akím
  • Yo soy traductora, conozco algunas de las lenguas antiguas y he trascrito varios libros a nuestro lenguaje común.
  • ¿Libros antiguos? ¿Sobre qué tratan?
  • Algunos sobre historia, otros acerca de antiguas tradiciones y leyendas, viejos mapas y civilizaciones que ya no existen, su conocimiento se habría perdido en el tiempo de no ser por los libros y nuestro trabajo aquí.
Entonces Akím como en una revelación de su mente preguntó:
  • ¿Existe algo sobre dragones?
  • Por supuesto que existe- y los ojos de Anú brillaron maliciosamente descubriendo un secreto en el alma de Akím - Si de verdad te interesa puedes venir aquí en tu tiempo libre y yo buscaré para ti toda la información que requieras.
  • Gracias- dijo Akím tratando de no verse tan vivamente interesado.
Anú era verdaderamente una chica extraña, pensó Akím aquella noche mirando el techo de su habitación desde la cama. ¿Cómo es que parecía no poder esconderle nada? ¿Podría leer su mente? y además se veía extremadamente tranquila pero sus ojos parecían demasiado inquietos y brillantes ¿Qué era lo que ella deseaba en realidad? y con este pensamiento se durmió.
Se despertó sudando, con mucho calor, Walo se había vuelto a montar sobre su cama mientras dormía y su cuerpo lo calentaba en exceso. Pobre Walo, ya casi no cabía bajo la cama de Akím. Lentamente el chico salió de entre las sábanas tratando de no despertar al animal pero fue inútil, un leve movimiento de Akím y Walo abría sus ojos vigilantes y lamía sus manos, así que se bajó de la cama y se dirigió al pequeño cuarto de baño.
Como aquel día no tenía que ir a trabajar, pudo el chico pasar muchas horas en la biblioteca con Anú. Mientras él leía acerca de los dragones, la niña parecía trabajar frente a sus ojos escribiendo anotaciones en un viejo libro. Sin embargo algo en la mente de Akím le decía que ella llevaba nota de todo cuanto él hacía. Walo pasó el día durmiendo a sus pies.
Akím descubrió que los dragones llevaban muchos siglos viviendo bajo tierra, escondidos en el fondo de las montañas a las que daban forma. Eran animales milenarios y astutos, se alimentaban cuando despertaban luego de largos sueños que podían durar días o incluso décadas. Vivian solos y era extremadamente difícil llegar hasta ellos sin sufrir un ataque feroz. Podían andar y volar grandes distancias y pasar desapercibidos en medio del bosque. Se camuflaban tanto de día como de noche. También encontró un estudio químico acerca del calor y fuego exhalado por sus cuerpos, además de la niebla que parecía rodearlos cuando dormían, y un viejo mapa de las regiones que solían habitar y sus montañas- guarida. Descubrió sorprendido que en los más remotos tiempos los dragones se comunicaron con los hombres y éstos les dieron sus nombres y los clasificaron según la forma de sus piedras. Aquellas piedras de la inmortalidad. Para conocer el nombre del dragón debía compararse su piedra con algunos dibujos presentados en el libro. Y nunca debía decirse el nombre de un dragón en su presencia, ya que era considerado como un agravio a su dignidad. El asombro de Akím no tuvo límites cuando vio descrita y dibujada la piedra que con tanto recelo guardaba escondida en su habitación y a su lado encontró el nombre escrito de BRAGMAR: monstruo de los tiempos antiguos, devorador de hombres y bestias, desaparecido en las montañas al este del territorio Wako. Se presume dormido para siempre.
Akím revolvió los papeles que forraban su escritorio de trabajo y volvió su atención al libro que contenía los viejos mapas donde se encontraban marcadas las regiones que solían habitar los dragones y descubrió al lado de un signo de interrogación la montaña- guarida de Bragmar. Un poco asustado cerró el libro, pero inmediatamente volvió a abrirlo y pidiendo a Anú lápiz y papel, copió el mapa en cuestión y lo guardó en su bolsillo.
Anú se sentía intrigada y curiosa, aunque trataba de no manifestarlo (en su pueblo les enseñaban a no mostrar sus sentimientos) pero sus ojos se negaban a esconder la fascinación que sentía por Akím. El era un niño de afuera, su mirada se había posado en las maravillas que ella solo veía dibujadas en los libros, y aunque parecía un chico franco y amable, ella sabía que escondía algo. Probablemente se trataba de algo peligroso por la forma como él desviaba sus ojos cada vez que Anú los cruzaba con los suyos. Más de una vez le había dicho – “no me mires así que me siento transparente”- y ella se había reído frente a su timidez.
Los chicos del mundo subterráneo no eran tímidos, ya que todos eran criados en las “Salas Guarderías” y poco importaba saber quienes entre todos los adultos eran sus padres, pues el cuidado de los pequeños corría a cargo de toda la comunidad.
Anú se había prometido a si misma conocer el mundo de afuera. Pocos entre su gente tenían el privilegio de hacerlo, y la llegada de Akím a su vida era como una puerta que se abría de pronto frente a sus ojos. La chica sopesaba la posibilidad de salir de su mundo con aquel muchacho que debía tener unos catorce años o quedarse para siempre esperando una oportunidad más segura. Pero debía ocultar sus sentimientos. Si alguien entre su gente se daba cuenta de ellos, perdería sus prerrogativas y la confianza que había depositado en ella el Tribunal de los Tres, al hacerla cargo de Akím y del Wako que lo acompañaba.
En lugar de exasperarse en sus inquietudes, Anú se dedicó a averiguar más sobre Walo y a entender por qué parecía actuar tan diferente a un Wako común. Por eso cuando tuvo la oportunidad le dijo a Akím:
  • ¿Sabias que todos los Wakos aúllan a la luna?
  • No, pero Walo no lo hace.
  • Claro, porque lo mantenemos encerrado aquí abajo durante las noches. Sospecho que el haberlo obligado a vivir de día ha variado sus costumbres y probablemente ha menguado su agresividad.
  • Yo también he reflexionado acerca del asunto y creo que el hecho de alimentarlo nos ha otorgado su confianza y ha logrado en su mente la sensación de tenernos como su verdadera familia.
  • Leí también que para ellos la seguridad y la jerarquía en la familia es como una ley que rige sus actos ¿has notado como parece protegerte de todo el mundo?
  • Sí y ¿Has notado tú que parece conocer las horas exactas en las que vas a llegar? siempre te está esperando y puede sentirte antes que yo.
  • ¿De veras?- dijo la niña- Probablemente somos más importantes para él de lo que habíamos notado hasta ahora. Y viste ¡Cuánto ha crecido! leí que alcanzan su madurez corporal a los seis meses de edad
  • ¡A los seis meses! Si ya tenemos cuatro meses viviendo entre ustedes ¿Qué vamos a hacer en dos meses más, cuando ya no quepa en ninguna parte?
  • No lo se Akím. Debemos esperar a que el tribunal decida que hacer con él.
  • ¡No dejaré que le ocurra nada malo y no permitiré que nadie lo aleje de mí!
Anú miró al chico con preocupación. Lo más conveniente sería sacar a Walo de la Ciudad Subterránea y el tiempo se acortaba. Debía mantenerse alerta y concebir un plan de salida de emergencia en caso de ser necesario. Nadie debía notar su inquietud porque no podía perder las llaves que le habían sido confiadas. Akím la sacó de sus cavilaciones:
  • ¿No te molesta que otros tomen por ti las decisiones de tu vida?- le preguntó un poco molesto
  • No- dijo ella pues sabía que miles de oídos escuchaban - Siempre debemos acatar las sentencias del tribunal, ellos obran por lo mejor- respondió, pero en sus ojos pudo Akím ver la turbación que la apremiaba.
Mientras el tiempo pasaba Anú buscaba un momento para hablarle a Akím de sus deseos y para averiguar cual era su secreto, aunque con tanto interés mostrado hacía los libros que se referían a los dragones, la niña supuso, sin temor a equivocarse, que no estaría muy alejado de ellos el miedo que sentía Akím y el objeto de su silencio.
















martes, 6 de diciembre de 2011

Parte 3 Un mundo subterráneo





VI



El Bosque Prohibido

No llevaba mucho tiempo corriendo cuando sintió tras de sí el sonido de pisadas que a toda carrera lo venían siguiendo. Pronto sintió también la respiración de los Wakos a su espalda. El aire se hizo más frío aunque sudaba y en medio de su desesperación subió una colina desde donde resbaló y cayó por un precipicio que lo condujo a un bosque extendido del otro lado.
No había terminado de rodar precipicio abajo cuando pudo levantarse y dirigirse a todo correr hacia la arboleda. Irrumpió en el bosque arrastrando las hojas del suelo, viendo a los Wakos que se lanzaban sorteando el precipicio, dirigiéndose directamente hacia él entre los primeros árboles.
Lo más rápidamente que pudo trepó a uno de los grandes árboles y no se detuvo hasta que alcanzó la copa y se abrazó a ella. A la luz de la luna observó cómo los Wakos pasaban corriendo junto al tronco, bajo las ramas. Eran muchos y tenían un manto de pelaje plateado a sus espaldas. El tronco temblaba ligeramente a su paso.
Tardaron largo rato en abandonar el bosque y alejarse cruzando las rocosas laderas de las montañas, que ahora se veían distantes contra el horizonte. Detrás de aquellas montañas estaba su aldea ¿A que hora notaría su padre su ausencia? Con este pensamiento se durmió apretando fuertemente la alta rama. Todo olía a madera y a hojas y miles de pequeños pedacitos de corteza del tronco se habían pegado a sus ropas.
Lo despertaron los sonidos del bosque en sus oídos. Una infinita cantidad de pájaros que se movían saltando y revoloteando entre las hojas, sacudiendo sin cesar las copas de los árboles. Aquí y allá podía ver los nidos en las ramas y los nuevos pajaritos en ellas, y entonces sintió una alegría renovada y olvidó su preocupación anterior.
Comenzó a descender y cuando estuvo a punto de lanzarse al suelo algo lo detuvo. No daba crédito a sus ojos, al pie del árbol un pequeño Wako ladraba y daba vueltas sobre si mismo tratando de atrapar su cola con sus diminutos dientes. Parecía muy pequeño pero ya mostraba aquel pelo plateado en su lomo, el mismo que el chico había visto en los Wakos adultos la noche anterior.
Akím saltó del árbol sorprendiendo al animalito, que dando un brinco lo miró con sus ojitos enfurecidos mostrando sus dientes. El chico se agachó y lo llamó extendiendo sus manos y diciendo:
  • Ven pequeño loco, no voy a hacerte daño. ¿Cómo llegaste hasta aquí?
Sacó entonces un trozo de pan de su bolso de trabajo y viéndolo asustado se lo ofreció. El animalito lo miró sin comprender, ladeando un poco su cabeza, y se acercó lentamente echando las orejas hacia atrás y manteniendo bajos sus ojos. Cuando alcanzó las manos de Akim lamió sus dedos y tomó el pan, comiéndoselo todo mientras movía la cola de contento.
  • ¿Eres un Wako real? Nunca vi uno tan pequeño, eres extraño, un poco loco pero amistoso.
El niño se levantó, giró sobre sus talones para observar a su alrededor en el bosque y caminó tratando de orientarse, pero no sabía donde se encontraba. El pequeño Wako lo seguía sin parar, moviendo la cola y mordisqueando sus botas en un afán por llamar su atención. Finalmente el chico se volvió para mirarlo y le dijo:
  • ¡Bien! Aunque no tengo idea de donde nos encontramos parece que quieres venir conmigo. Si es así debo darte un nombre o no sabré quien eres. ¡Ya sé! Te llamaré Walo porque eres un WAco y un LOco también.
A Walo pareció gustarle porque saltaba de puro placer frente a Akím.
Antes de que pudieran decir nada mas, un raro sonido llamó la atención de los dos, y ambos volvieron sus cabezas para comprobar que provenía del suelo frente a sus pies, donde de pronto se levantaron unas puertas que habían permanecido ocultas bajo una alfombra de hojas secas en la superficie.
Detrás de aquellas puertas se asomaron primero unas manos extrañas y emergieron luego unos seres mas extraños aún, parecían personas cubiertas por trajes negros de pies a cabeza. Los recién llegados rápidamente los sujetaron a los dos y los llevaron descendiendo a través de las puertas por unos túneles completamente oscuros que terminaron por desorientar a Akím.

VII

El Laberinto Subterráneo

Ahora bajaban por una galería que parecía eterna. Iban colgados a la espalda de estas personas que los retenían con firmeza pero sin hacerles daño. Cada cierto tiempo cruzaban una nueva puerta en medio de continuas escaleras. El grupo descendía ágilmente, dos de ellos delante cargando con el chico y Walo. Y dos de ellos detrás, llevando el bolso de trabajo de Akím y encargados de cerrar cada puerta a su paso.
Aquello parecía un laberinto, sin ningún orden que el chico pudiera recordar. Al descender aún más, Akím pudo ver pequeñas antorchas atadas a las paredes de piedra que le mostraron un mundo tenue repleto de pasadizos infinitos, de muros cobrizos y pisos llenos de escalones, que ellos bajaban interminablemente.
¿Cuántas puertas cruzaron? ¿Por cuanto tiempo descendieron? Akím no pudo decirlo. Y no supo más hasta que fue depositado en el suelo de una pequeña habitación, cuyo único contacto con aquel mundo era una ventanilla ubicada en lo alto de la puerta que fue cerrada tras la salida de los seres insólitos y silenciosos. Afortunadamente dejaron a su lado su bolso de trabajo y al pequeño Walo, que al ser depositado en el piso se hizo pipí del puro susto.
Cuando fueron dejados solos Akím miró a su alrededor, estaban en una habitación iluminada por exiguas antorchas que casi no producían humo, elevadas en lo alto del cuarto. Había una cama, que carecía de patas, salía de la pared, era una estructura sostenida por uno de sus lados al muro. Encima tenía un colchón, sábanas y almohadas limpias. Akím se acercó a ella y quitándose su abrigo lo dejó sobre el colchón.
Al fondo del cuarto había otra puerta que permitía el acceso a un baño, sobre el cual había un tanque oscuro que contenía agua. Akím lo golpeó suavemente con el puño cerrado y emitió un sonido sin eco, indicando que estaba lleno. El agua provenía de un tubo que salía de la pared. Aquello era una magnífica idea, en la aldea de Akím la gente acarreaba agua hasta las casas todos los días.
Akím regresó y se sentó sobre la cama. Vio a Walo que estaba echado, mirándolo con sus ojitos brillantes y hambrientos. Entonces recordó aquel nudo que estaba sintiendo en el estómago desde que bajó del árbol. Tomó la bolsa de trabajo, extrajo de ella lo que quedaba de pan, unos frutos secos y pescado salado. Como no sabía si aquel encierro iba a durar mucho tiempo repartió para el pequeño Wako y para él la mitad del alimento, guardando el resto nuevamente en el bolso.
Mientras comía, Akím fijó su atención en las paredes de la habitación, estaban separadas del techo por grandes ranuras horizontales. Por aquellas aberturas salía el imperceptible humo de las antorchas y entraba el aire, y también se filtraba un murmullo de voces incesantes, que no se había detenido desde que entraron allí. Le hizo pensar que dentro del laberinto debían vivir muchas personas ocultas.
Luego de comer y lavarse se acostó en la cama que resultó muy cómoda y se durmió enseguida. No pudo decir por cuanto tiempo permaneció dormido, lo despertó el sonido de la puerta al abrirse suavemente dando paso a un hombre que en silencio colocó cerca de la cama una banqueta y sobre ella, una bandeja llena de alimentos y un tazón con agua. Luego, tal como había entrado se marchó sin pronunciar palabra y sin reparar en Akím que en ese momento se bajaba de la cama.
El hombre tenía una piel extraordinariamente blanca, muy diferente a la de aquellos que como Akím se pasaban el día trabajando bajo el sol. Y su cabello y ojos eran oscuros, muy diferentes también a los de la gente de la Aldea en lo Alto, que tenían gran variedad de color tanto en los ojos (que solían ser azules, verdes, amarillentos o grises) como en el cabello (que era rojo, amarillo, cobrizo o marrón).
Akím se acercó a la bandeja, comió y compartió todo con Walo, que no tardo en acercarse moviendo su colita y haciendo piruetas con las patitas de adelante.
El mismo hombre continuó viniendo durante los días sucesivos, sin pronunciar palabra aunque Akím no paraba de hacerle preguntas. No recibió ni un solo mensaje, ni una respuesta, ni una sonrisa, ni una mirada de mal humor, el hombre parecía insensible a todo sentir humano. El chico terminó por aceptar que no hablaba su idioma y que tendría que conformarse con estar allí sin saber el por qué. Probablemente durante un largo tiempo.
Sin embargo la siguiente vez que se abrió la puerta no fue aquel hombre quien entró sino una niña de unos 13 años, no mayor que Akím, quien no salía de su asombro al mirarla. La chiquilla tenía el cabello más negro y largo que él hubiera visto jamás y los ojos tan oscuros y curiosos que Akím se vio obligado a desviar de ellos su mirada. Lo intimidaban y él no recordaba haberse sentido así antes.
Más asombrado aún se quedó cuando la niña sentándose en el único taburete de la habitación le dirigió la palabra diciendo:
  • ¿Te has sentido bien aquí? ¿Te gusta lo que comes? ¿Has podido dormir?
  • Pero ¿Cómo? ¿Hablas como yo? ¿Quién eres? ¿Por qué nadie me ha hablado hasta hoy? ¿Donde estoy?
La niña riéndose le contestó:

- Una pregunta por vez ¡por favor! Todos sabemos de donde vienes, de la Aldea en lo Alto, la misma que nuestros antepasados abandonaron hace ya mucho tiempo para instalarse aquí.
  • Pero ¿Por qué nunca volvieron a visitarnos o avisarnos su existencia?
  • Porque tememos a los Wakos tanto como ustedes (al decirlo miró de reojo al pobre Walo que se metió bajo la cama) y viajar resulta muy arriesgado en estos días. No te han dirigido la palabra hasta ahora porque nuestros jefes estaban decidiendo que hacer contigo.
  • ¿Por qué tienen que hacer algo conmigo?
  • Porque trajiste a los Wakos hasta aquí. Hace siete noches pisaron por primera vez el bosque, lo que no se habían atrevido a hacer nunca por temor, por eso lo llamamos el Bosque Prohibido, nadie tiene permitido entrar en él, y los Wakos nunca incumplieron esa ley hasta ahora, y la causa fuiste tú, venían persiguiéndote.
  • Pero fue sin querer, resbalé por el precipicio y vine a dar aquí, ellos me siguieron, querían matarme supongo y comerme después.
  • Nuestros jefes se han reunido para descifrar eso y darse cuenta de que no representas ninguna amenaza estando aquí. Aunque ahora los Wakos irrumpen en el Bosque Prohibido cada noche, buscándote.
  • ¿Que puedo hacer? No quiero representar un peligro para ustedes.
  • El por qué los Wakos te siguen es algo que tu mismo revelarás ante el jurado de nuestros jefes. Me han enviado aquí hoy para llevarte ante ellos, pensaron que una niña como yo te espantaría menos. Arréglate ahora y luego sígueme.   
Levantándose del taburete la niña se dirigió hasta la puerta. Akím estaba como petrificado, no terminaba de creer todo lo que acababa de escuchar y cuando la chica salió de la habitación, él corrió tras ella y desde la puerta gritó:
  • ¿Cómo te llamas?
Aún tuvo tiempo de escuchar su voz que de lejos le decía
  • Anú…
Anú regresó al poco rato y juntos salieron de la habitación, Walo los siguió de buena gana, trotando y olfateando todo a su alrededor. Los pasillos por donde pasaban estaban bien iluminados, no por antorchas como las que Akím había visto antes cuando descendía por las escaleras, sino por ranuras abiertas a nivel del techo al lado de cada pared, cubiertas por rejillas que permitían el paso de la luz y del aire fresco, pero evitaban que el recinto se llenara de tierra o de hojas secas. Debido a la gran altura de las paredes supuso que se encontraban caminando muy profundamente bajo tierra.
Los muros parecían pintados de rocas lisas, como picados y pulidos en la misma piedra, y tomaban la tonalidad de los minerales que los componían. El piso en cambio era de diferentes materiales en distintos sitios, en los cuartos y salas grandes (como Akím confirmaría después) era de piedra lijada, pero en la mayoría de los pasillos era sólo de tierra pisada, salpicada con piedras planas. En el suelo, por donde pasaban ahora, unos pequeños canales habían sido abiertos al borde de cada pared, Anú le dijo al chico que servían para recoger y dejar correr el agua que se deslizaba por las superficies planas de las paredes cuando llovía.
Las cavernas no eran silenciosas, el sonido del viento se filtraba desde arriba y se mezclaba con los lejanos sonidos del bosque, ahora amplificados debido a la forma profunda y larga del lugar. Para Akím todo resultaba fascinante, en su pequeña aldea no usaban tubos, tanques, canales o aberturas para la lluvia o el viento. Limitaban sus actividades diarias a lo poco que tenían. Aquí en cambio, cambiaban el ambiente para beneficio común, y transportaban y daban uso al agua, al aire y a la luz.  
De pronto, hacia el lado izquierdo del muro, se abrió ante ellos una amplia sala pentagonal en la que ingresaron. Sus paredes eran menos altas que las que dejaron atrás en los pasillos y su techo mucho mas bajo aún y todo estaba pintado de blanco, lo que le daba a la sala un aspecto de pulcritud y claridad total. Aquí el aire entraba a través de unos conductos circulares, distribuidos de manera aleatoria en las paredes, que emitían un sonido constante y adormecedor. La sala estaba iluminada con pequeñas antorchas colocadas por pares en cada esquina.
Se dirigieron al fondo de la sala donde Akím pudo ver tres figuras sentadas tras una larga mesa de madera, bastante simple, que lucía como huérfana en medio de aquella inmensidad blanca. Los tres hombres que lo miraron desde sus sitiales tras el mesón le hicieron señas para que se acercara. Se veían pequeños desde la entrada, pero a medida que se aproximaba, Akím examinó con más detenimiento sus caras y descubrió que eran mucho más grandes e intimidantes de lo que a simple vista aparentaban. Estaban vestidos con largas togas grises, que les daban un aspecto de vejez que perdían al ser observados de cerca. Anú fue a sentarse, silenciosa y lentamente, en una silla cercana a la pared del lado derecho. No había nadie más en el amplio salón.