lunes, 12 de marzo de 2012

Parte 8 La Aldea de los Pitiless

XXVI
La Trampa de las Frutas
En lugar de aclarar, el cielo se fue oscureciendo más y más. La cumbre no dejó de escupir sus bocanadas de humo negro hasta después de dos días. Vagando entre las laderas, desorientados y confusos, tanto por la oscuridad como por el humo que casi no les permitía respirar bien, los niños y los Wakos se perdieron.
Súbitamente al tercer día y sin anunciarse comenzó a llover, una lluvia copiosa, como si el cielo quisiera limpiar los restos de la explosión abrumadora y la capa de humo que no le permitía observar la tierra. La lluvia arrastró todo a su paso y terminó de enfriar los ánimos rugientes de la montaña.
Los ríos crecieron, la humareda se extinguió, el sol expuso un paisaje de superficie negra, de árboles contraídos y de piedras sombreadas. Sin embargo la lluvia no lograba borrar del aire el olor a incendio que se metía entre cada resquicio y desafiaba al viento.
Los Wakos no encontraban rastros olfativos para seguir, ni huellas en el suelo. Los chicos habían estado comiendo mal (habían perdido hasta el último de sus bolsos) y descansando peor, así que no lograban ver la diferencia entre los caminos ni tomar una decisión de hacia dónde marcharse. Sin darse cuenta cruzaron la cadena montañosa hasta el otro lado y se dirigieron en la dirección opuesta por la que habían venido.
Después de cinco días caminando mareados, durmiendo de modo intermitente y andando sin rumbo, el grupo observó no muy lejos contra el horizonte una masa compacta que parecía una pared verde. Viendo más de cerca notaron que estaba formada por inmensos árboles, cuyas copas se abrían como paraguas oscuros y colosales, creando un dosel compacto de techumbre, donde ni las hojas ni las ramas permitían el paso de la luz. El grupo se adentró en silencio y casi de manera inmediata se sintieron envueltos por el aroma endulzante de miles de frutas, que flotaba en el aire.
Antes de avanzar mucho más encontraron bajo los árboles unos pequeños arbustos, membrudos y cargados de frutos dulces y jugosos, que colgaban de las pequeñas ramas casi doblándolas hasta el piso. Se lanzaron todos en desesperada carrera hacia ellas. Comieron hasta que se hartaron, se chorrearon de jugo, se arrojaron las conchas suaves y finalmente guardaron un montón en sus bolsillos.
Luego de refrescarse con la fruta decidieron buscar un lugar donde descansar. Los troncos de los árboles eran realmente gigantescos y las raíces en el suelo debían ser escaladas para poder pasar al otro lado. Akím se encaramó en una de ellas y le ofreció la mano a Anú, quien tomándosela se apoyó y subió con él.
De pronto los chicos comenzaron a escuchar una voz en el aire. Parecía que todo el bosque cantaba y los arrullaba. Las hojas se movían al compás del viento y mecían las ramas. Akím empezó a sentir mucho sueño y notó que su amiga hacía grandes esfuerzos por mantenerse en pié y con los ojos abiertos. Miró también como los Wakos se habían reclinado en la parte baja de la raíz que se hundía en el suelo del bosque y empezaban a quedarse dormidos unos sobre otros. Entonces se sentó recostado al tronco y se durmió con la cabeza de Anú apoyada sobre sus rodillas y el sentimiento confuso de ser observado desde lejos.
Sin saber por cuanto tiempo habían andado y ya sin aguantar más el propio cansancio, Walo y los demás Wakos se durmieron al mismo tiempo. No les gustaba aquel lugar. Todos sentían una presencia invisible sobre ellos. No podían ver a las extraordinarias criaturas que se erguían sobre sus cabezas, entre el denso techo del bosque. Eran los Pitiless. Astutos, despreciativos y carnívoros, pero pasmosamente sensibles a la luz e incapaces de vivir lejos de los árboles.
XXVII
Los Pitiless y los Cazadores del bosque
Los Pitiless eran inmensas aves voladoras, con picos fuertes y crueles, con grandes membranas que en su lomo crecían como alas extendidas, con patas del tamaño de troncos que terminaban en feroces garras. Con enérgicas plumas en su cuerpo que se levantaban cuando el animal se enfurecía y teñían de rojo su color blanco. Eran además ciegos pues sus ojos no les servían para distinguir nada en la superficie del bosque bajo la luz del sol, solo concebían las formas bajo la protección de la sombra. Pero tenían un extraordinario sentido de orientación y oídos muy agudos. Conocían muy bien la ubicación de los árboles, rocas y raíces, de los arbustos de frutas que atraían a sus presas, de los arroyuelos que se deslizaban entre los árboles, de la distancia y la extensión total del bosque.
Utilizaban además de su orientación y su capacidad de vuelo otra cualidad que les hacía temibles, podían entonar la “Melodía del Viento” que adormecía a sus víctimas para luego ser atrapadas. Sin embargo se encontraban limitados al techo de la arboleda ya que la luz y el calor del sol resultaban mortíferos para ellos.
Los Pitiless habían sentido la llegada de los niños y los Wakos a la fronda, los habían asechado mientras comían las frutas y los habían arrullado bajo la melodía del viento. Ahora se disponían a bajar de las altas ramas de los árboles donde vivían y tomar las presas abajo dormidas, pero algo los detuvo. Eran los pasos de los cazadores que se aproximaban desde el centro del bosque. La presencia de estos seres era lo único que atemorizaba a los Pitiless.
Walo también los escuchó, levantó sus orejas pero no tuvo tiempo de hacer ningún movimiento para ayudar a sus amigos. En ese momento se sintió inmovilizado y envuelto por una red de fuertes ramas entretejidas que no permitía que extendiera sus patas o estirara su cuerpo. Se vio arrastrado por manos que jalaban la red, levantando una densa polvareda que los envolvía a todos.
Durante un rato Walo escuchó los murmullos de los niños y el jadeo de los otros Wakos, y sintió el suelo duro pasando bajo su lomo, pero de pronto no escuchó ni sintió nada más y la caminata se detuvo. Tardó un rato en dispersarse la arena que cubría toda visibilidad alrededor.
En cuanto el aire estuvo despejado Walo notó que se encontraban en un claro en medio de la espesura. Aquí no había plantas altas y el sol brillaba templado en el cielo. El sitio era como una planicie en forma circular, con suelo de grama verde y suave y rodeada por árboles enormes y negros que parecían cantar y mecerse en el contorno. No parecía haber nadie por los alrededores, aunque era una sensación engañosa porque en su interior Walo podía sentir que lo observaban.
XXVIII
La vida entre los Árboles
Cuando la marcha se detuvo todos pudieron sentir que la red se aflojaba bajo sus lomos y lograron estirar un poco sus patas y enderezar sus espaldas, pero aún no podían liberarse. Walo sabía que a su lado y en iguales condiciones que él se encontraban los otros Wakos que lo miraban atónitos. Ninguno entendía lo que estaba ocurriendo y todos tenían la certeza de haber sido abandonados allí.
Al centro de la planicie y alineadas también en forma circular los animales pudieron ver unas casitas cuyas puertas y ventanas apuntaban en dirección al bosque alrededor de la improvisada aldea y cuyas partes de atrás todas juntas formaban un corral interior donde no se podía saber lo que había. Notaron también los restos de fogatas dispuestas en orden frente a las casas, con leños todavía apilados y brazas consumiéndose. Pero en ninguna parte notaron presencia humana ni siquiera la de sus pequeños amigos.
Para los chicos la captura no fue menos fatigosa. Se habían despertado juntos cuando sintieron la red que los retenía. Se dieron cuenta de que eran cargados y llevados hacia el centro del bosque donde se podía ver la luz del sol. Luego fueron depositados en el piso y pudieron ver una cuadrilla de seres humanos de pequeña estatura, vestidos todos con hojas y forrajes de la espesura.
Ante el asombro de ambos, los cazadores abrieron una puerta que daba directamente al centro de un árbol hueco, tan grande que cabía una sala dentro a la que fueron conducidos. Una vez dentro de la extraña estancia les quitaron las redes y cerraron a sus espaldas la puerta. El tronco de aquel árbol era muy singular y espacioso, tanto por fuera como por dentro y había sido tallado por manos habilidosas que lograron darle un aspecto de salón oculto a la vista de los seres del bosque. El lugar olía a madera y ceras quemadas. Las paredes lucían adornadas con plumas de diversos tamaños y colores. El salón estaba iluminado por una fogata interior y central cuyo humo era absorbido por una gran boca de chimenea que subía como un embudo hasta la copa del árbol y lo dejaba salir lejos de la sala.
Cuando sus ojos se acostumbraron a la nueva luz, los chicos vieron a su alrededor una docena de hombres fornidos pero pequeños, camuflados desde los pies hasta las cabezas con hojas, y con la piel y la ropa pintada en tintes marrones y verdes como si fueran la continuación de los troncos de los árboles allá afuera. En el centro del grupo había un individuo que se destacaba por sobre los demás, de ojos brillantes y adornado con una pluma larga y roja sobre la cabeza. Fue él quien primero se dirigió a los recién llegados y habló con un lenguaje que Akím no había escuchado nunca.
  • ¿Noj Tiejen?
  • Rehkikon Fialehos- Contestó Anú, quien conocía bien aquel idioma
  • ¿Kenxijo Tuas?
  • Askea Nu – dijo Anú y agregó- Rojiejxe selon
  • ¿Ajiyasen Resizhonon?
  • Jo- volvió a contestar Anú y añadió- Koyijakol es
De pronto hubo un gran murmullo que se extendió entre los presentes. Todos comenzaron a mirar a Akím, quien aprovechando la confusión preguntó a Anú en voz baja
  • ¿De que están hablando?
  • Me preguntó quienes somos y a donde vamos y además parece estar muy interesado en saber acerca de Walo y sus compañeros
  • ¿Qué te preguntó?
  • Quería saber si eran peligrosos. Cuando les dije que tú los dominabas, comenzó esta reacción.
En ese momento, el hombre que estaba frente a ellos hizo un gesto que acalló los murmullos. Cuando todos volvieron a estar atentos a sus palabras, el hombre dijo:
  • Ni kiten tiehxo yutcatco ranah ruepa coyphe. Kepe yojxah Pitiless toj zehhehon. Enxa jotce.
  • Noso yahtca – dijo Anú tratando de no parecer alarmada- fayon tayiko
  • Jezah jo- dijo el hombre- ¡fika xuva nasfayon! Kise es.
Anú se dirigió a Akím diciendo:
  • Me ha ordenado que te diga que serás sometido a la Prueba de los Hombres
  • ¿Qué es eso?
  • Deberás montar a los Pitiless con los guerreros
  • ¿Qué son los Pitiless?
Y Anú repitió
- ¿Pitiless noj te?
- Pitiless zajken ralahon toye coyphe.
Anú volvió nuevamente sus ojos oscuros hacia Akím y mirándolo repitió las palabras del hombre:
  • Pitiless son grandes pájaros devoradores de hombres. Nos salvaron de ellos al entrar al bosque
  • ¿No hay modo de decirles que no?
  • Parece que no. Creo que están muy impresionados porque domaste a los Wakos
  • ¿Cuándo será eso?
  • Esta noche
El hombre al centro de la habitación alzó la voz y dijo:
  • Ni rhuepa ranaj xokon siphen ni jo ajiyasen yohih
Luego fijó sus ojos severos en Anú y le advirtió
  • No intenten escapar. Es imposible. Están rodeados. El bosque los matará.
Todos los presentes comenzaron a hablar a grandes voces y Akím, volviéndose a su amiga le preguntó:
  • ¿Qué ocurre?
  • Estamos atrapados, si pasas la prueba seremos libres- y agregó- Si no, Walo y los otros morirán
  • Saldremos de aquí
  • ¡No podemos! estamos rodeados por el bosque
  • Buscaremos a Walo
  • Si no hacemos lo que nos dicen, ¡moriremos!
  • Entonces haremos lo que dicen ¡Ya veremos si es tan difícil esa prueba!
Antes de que los chicos pudieran decir algo más, dos hombres del grupo se acercaron a ellos. Les tomaros de las manos y los condujeron fuera de la sala. Afuera el sol aún estaba alto y los niños se vieron forzados a cerrar los ojos frente a la brillantez extrema de la luz. De un gran árbol a la derecha habían amarrado a Walo y a sus otros dos compañeros. Cuando Walo vio a los chicos comenzó a agitarse y a ladrar pero por más intentos que hacía, no podía romper las cuerdas que lo sujetaban. El hombre que guiaba a Akím le hizo señas para que se acercara al animal y Akím se lanzó corriendo hasta Walo abrazando su gran cabeza al llegar. Walo respondió a su abrazo lamiendo su cara y emitiendo suaves lamentos de prisionero. Anú también se acercó.
  • No temas, amigo- decía Akím- te sacaremos de esta situación.
  • Sí- repetía Anú- pero por ahora quédate tranquilo- y ella acariciaba la pelambre negra del animal.
Walo pareció entender y se tranquilizó. Dos mujeres se acercaron a los chicos y les dieron restos de huesos aún cubiertos de carne para alimentar a los animales. Sólo de las manos de Akím y Anú, los Wakos se atrevieron a comer aquello que se les ofrecía.
Cuando los animales terminaron de comer y parecían menos temblorosos, los chicos se alejaron siendo conducidos al interior de una de las cabañas ubicadas en el centro del claro.
Las cabañas eran casitas bastante cómodas. Una sala central, rodeada de habitaciones y al fondo una cocina con un fogón. En la casa había dos mujeres que se encargaron de servir alimento para los niños. Les dieron un plato de fruta, nueces y carne que tenía el mismo sabor de la carne del pollo. Y luego de tantos días durmiendo a la intemperie y comiendo mal, aquel banquete, el calor del hogar y las mullidas camas lograron que los chicos se durmieran enseguida y sin pensar en el peligro por venir.
IXXX
La Prueba
Era medianoche cuando los hombres sacudieron a Akím. El chico se despertó con la sensación de no saber donde se encontraba y de pronto distinguió a los mismos dos hombres que lo habían conducido en la mañana a la sala dentro del árbol. Bostezó y se sentó en silencio. Los hombres habían traído ropa para Akím, se la ofrecieron haciéndole señas para que se cambiara. Akím obedeció. Luego, tomando unas marmitas con pinturas marrón y verdusca, los hombres se dedicaron a pintar toda la ropa, la cara, los brazos y hasta el cabello de Akím, quien finalmente parecía un pedazo de tronco extraído de uno de los árboles del bosque.
Cuando Anú entró a la habitación, ninguno de los dos pudo distinguirse ya que ambos habían sido sometidos al mismo procedimiento de camuflaje.
El grupo salió en silencio de la aldea, moviéndose con disciplina y cautela. Era una noche sin luna. Totalmente oscura. Las únicas armas que cargaban consigo eran atajos de cuerdas irrompibles hechas con lianas del bosque. A pesar del frío, Akím y Anú sudaban. No sabía lo que les esperaba bajo los árboles, pero les recorría el cuerpo una sensación de ser vigilados de cerca. Al entrar al bosque les envolvió el dulce aroma de las frutas que crecían al pie de los grandes troncos y comenzaron a escuchar la melodía que los había adormecido el día anterior.
Los hombres del grupo repartieron pequeños tapones de corcho para los oídos. Al ponérselos, los chicos entraron a un mundo de total silencio. Al quedarse sordos sintieron que sus sentidos de la vista y el tacto se agudizaban y entendieron el lenguaje gestual de sus acompañantes. No era fácil seguirlos, tenían una natural habilidad para desaparecer entre los árboles.
Y de pronto la cacería comenzó. Por sobre sus cabezas comenzaron a sentir el aire que se movía por el paso del vuelo rápido de los Pitiless entre los troncos. Algunos de los hombres ascendieron a los troncos y al ver a las aves pasar, se lanzaban en vuelo sobre sus lomos y se sostenían apretando las cuerdas alrededor de las gargantas de las aves. El espectáculo era aterrador. Algunos hombres caían al piso y eran alcanzados y devorados en un instante por los picos crueles de los Pitiless. Pero la mayoría lograba ahogar al ave que montaba y entonces se veía a ambos, jinete y pájaro rodar en un intenso estruendo sobre el suelo del bosque. Los Pitiless no atacaban a quienes se ubicaban al lado de los cadáveres de los pájaros. Así que quienes caían, corrían a protegerse cerca de sus compañeros exitosos.
Uno de los hombres empujó a Anú bajo el cuerpo muerto de una de las aves y desde allí, ella pudo ver como Akím subía al tronco de un árbol y al llegar su turno se lanzaba con un grito sobre el lomo de uno de los horrorosos Pitiless. Anú sintió en aquel momento como una convulsión helada llegaba desde su estómago y estallaba en gritos de miedo.
Akím no la escuchó. No tenía tiempo de pensar en lo que hacía. Se agarraba nerviosamente del lomo de aquella ave poderosa e intentaba de manera inútil atarle el cuello con el rollo de cuerda que traía con él. El ave se movía delirante bajo el peso de Akím y sintiendo que no podía quitarse aquel intruso de encima, se elevó por sobre los árboles, abriendo aún mas sus membranosas alas desteñidas. El pájaro comenzó a volar dando vuelta y poniendo boca abajo a Akim. Sin embargo, el chico no disminuyó la presión que ejercían sus piernas y brazos sobre el cuerpo del ave para mantenerse sujeto. Se mareaba, se sentía sacudido por fuertes espasmos y cerraba los ojos no sabiendo que esperar.
De modo inesperado el impulso del ave pareció disminuir. Akím se sentía inundado por el desagradable olor del cuerpo del animal y maltratado por las miles de poderosas plumas que cubrían su espalda. Trató de sacudir la soga, pero estaba impedido de moverse. El ave volteó su cuello y enfocó sus terribles ojos casi ciegos en el niño que cargaba sobre el lomo. Akím sintió su crueldad y entendió que el animal se defendería a muerte.
En ese momento el ave descendió y el estómago de Akím dio un vuelco en el vacío. Se acercaron peligrosamente a tierra, pero Akím no cedió y el ave se vio obligada a alzar el vuelo de nuevo. Realizó varios intentos pero cada vez se veía obligada a elevarse antes de rodar ella también por el piso. Las patas del animal comenzaron a moverse furiosas rasgando sus costados, pero no alcanzaban el cuerpo del intruso.
Entonces el cuello del ave se volteó y comenzó la lanzar picotazos sobre la cabeza de Akím. El chico se movía esquivando el ataque pero no evitó que el ave le alcanzara varias veces en los brazos sujetos alrededor de su cabeza. El pico del ave estaba manchado con la sangre de Akím. Desesperado, Akím intentó moverse un poco para atrás y soltó sin querer uno de los extremos de la soga que extendiéndose a su derecha fue a enrollarse alrededor del ala de animal. El ave comenzó a lanzar fuertes graznidos y perdiendo altura por su ala inmovilizada, dejó de atacar a Akím.
Presa de movimientos oscilatorios y enardecidos, el ave trató de liberar su ala, cada vez mas enrollada, mientras mantenía su altura y perdía velocidad. Akím pudo entonces elevar un poco su cabeza y evaluar su situación. Tomó el otro extremo de la cuerda con una de sus manos y la atrajo enérgico hacia sí, obligando al pájaro a doblar el ala tras el lomo y verse imposibilitada de retomar el rumbo. Bajo el impulso de la cuerda el ave volteó en giros rápidos hacia su izquierda y comenzó a caer dando vueltas sobre si misma.
Akím sentía la velocidad de la caída y el desenfreno de los vuelcos. Soltó un poco la cuerda y el ave hizo un gran esfuerzo por nivelar su vuelo. Akím juzgaba bajo su cuerpo las conmociones de cansancio del ave. El animal intentaba con todas sus fuerza sacudir al chico y liberar su ala malherida. Akím se mantenía empecinado sujetando aquella membrana con la soga y conservando sus piernas apretadas contra la espalda del animal. El ave se debatía, se sacudía y lanzaba feroces chillidos en el aire.
Bajo la imperiosa necesidad de sobrevivir Akím liberó el miembro del pájaro y recogió la cuerda. En su desenfreno, el ave había dañado la membrana de su ala y no tuvo más remedio que disminuir su velocidad y perder altura para tratar de mantenerse en el aire. Akím podía ver ahora, bajo el Pitiless, las extensas praderas y lejanos árboles que se extendían allá abajo en el suelo, que a esa hora comenzaba a clarear bajo los primeros influjos del sol.
El chico trató varias veces de enlazar su cuerda a través del cuello del animal pero todo intento resulto inútil, no tenía la habilidad. Cuando estuvo a punto de darse por vencido algo extraño comenzó a ocurrir con el pájaro.
Bajo la influencia de los rayos nacientes, el cuerpo del animal empezó a calentarse y a exhalar un vapor fétido. El ave desesperada trató de emprender el vuelo de retorno al bosque que era su hogar y en el que se hallaría a salvo bajo la sombra de los árboles. Pero en las condiciones en las que se hallaba no llegaría a tiempo. Comenzaron a descender cuando divisaron los árboles en la distancia. El vuelo del pájaro terminó en un aterrizaje aparatoso de su cuerpo exánime, que rodó dejando tras de si un camino de polvo, dando vueltas varios metros sobre el suelo. Akím cerró sus ojos y lo último que sintió fue la tierra seca que se le metió entre la ropa, la boca y los ojos inundando todo su pensamiento.

XXX
La Aldea Central
Cuando abrió los ojos, Akím se vislumbró en un mullido lecho dispuesto bajo un tejado de bambú y palma seca. El aire estaba cargado con el fuerte olor vegetal de una planta que le era desconocida. Movió un poco su cabeza y sintió dolor en todos los músculos de la espalda y el cuello. Trató de incorporarse pero se sentía muy débil. Se dio cuenta de las vendas que envolvían las heridas en sus brazos y recordó el enfrentamiento con el Pitiless. Un estremecimiento recorrió su cuerpo entero ¿Cuánto tiempo habría pasado?
Al poco rato entró una mujer a la cabaña y se aproximó al lecho. Sonrió al ver la cara de Akím despierto y levantando su cabeza con manos habilidosas, le acercó a los labios una marmita que contenía un líquido oscuro cuyo sabor era idéntico al olor que envolvía la estancia. Luego de beber el chico sintió un gran alivio y calló en un sueño profundo y reparador.
Tres horas después abría los ojos para descubrir que Anú estaba allí, sentada junto a su cama, con una tablilla de piedra tallada sobre las piernas y diciendo:
  • Hola Akím coyphe
Akím sintió una penetrante alegría al volver a ver la cara de su amiga
  • ¿Cómo?- balbuceó
  • Akím coyphe, así te han bautizado los hombres de Aldea Central desde que diste muerte al Pitiless
  • Ah… - Suspiró
  • Fuiste muy valiente- dijo Anú cerrando los ojos
Por suerte el cuarto estaba en la semi-penumbra, así Anú no podía ver como el rubor subía rabiosamente por la cara del chico.
  • ¿Qué significa coyphe?- alcanzó a preguntar
  • Significa “hombre”- dijo ella- y quiere decir que formas parte de la tribu y eres libre de escoger tu destino.
  • Ah…- volvió a decir casi sin darse cuenta
  • Pero ahora estás muy débil- añadió Anú- descansa y bebe este extracto de corteza de sauce, que la curandera del pueblo ha preparado para ti.
La chica entonces acercó a sus labios resecos la misma marmita que viera antes y que contenía el mismo liquido que lo hizo dormir.
Antes que el sueño lo venciera Akím volvió a preguntar:
  • ¿Que es lo que tienes en las piernas?
  • Una tablilla de contenido- y la levantó.
Akím pudo ver que tenía símbolos labrados por un lado
  • Así escriben aquí- agregó ella y no dijo nada más.
El chico se quedó dormido y ella pudo contemplar su cara. Todavía parecía un niño con los ojos cerrados. Dormía placidamente. De vez en cuando se contraía con una mueca de dolor y Anú sentía una punzada de miedo en el pecho. Era difícil describir el sentimiento que crecía en su interior y entendía que no sería posible desprenderse de él.
Al día siguiente Akím pudo levantarse y salir de la cabaña para sentir en la cara la luz del sol, bajo sus pies la humedad de la grama verde y en sus pulmones la energía del aire renovado. Afuera la gente continuaba sus labores habituales pero se acercaban a él cuando lo veían llegar y lo saludaban todos repitiendo “Akím Coyphe
Anú lo llevó hasta donde estaban Walo y sus compañeros. Akím se sorprendió al distinguirlo desde lejos. El animal había crecido mucho ¿o acaso Akím llevaba mucho tiempo sin verlo? Había alcanzado la estatura completa de un Wako adulto (bastante grande incluso para su raza) su pelambre negra estaba reluciente y su lomo plateado parecía el camino que deja la luz de la luna sobre el agua oscura. Walo estaba resplandeciente. La alegría se desprendía de sus ojos suplicantes e infantiles (que contrastaban con su poderoso cuerpo).
Akím abrazó a su querido amigo, colgó sus brazos malheridos alrededor de su cuello y Walo se agachó para conseguir que su dueño amado hiciera el menor esfuerzo posible. Los animales aún estaban amarrados. La gente de la Aldea Central sentía miedo de ellos. Walo había permanecido allí sabiendo que Akím volvería pronto y se dejaba alimentar, bañar, acariciar y cepillar con paciencia debido a la dedicación y a las palabras cariñosas que Anú tenía con él y sus compañeros.
Cuando los otros Wakos vieron a Akím se agacharon también en señal de respeto y el chico los abrazó con un entusiasmo que logró desprender de sus almas los últimos vestigios de miedo y resentimiento. Ahora eran Wakos distintos. Vivían a la luz del sol y comían de la mano de la niña que se encargaba amorosamente de ellos. Jamás dejarían a su Walo-Alfa y nunca serían capaces de dañar a los humanos.
  • Walo- dijo Akím seriamente- es hora de darle nombre a tus amigos
Walo agachó su cabezota y movió la cola en un gesto que repetía desde su infancia. Entendía las palabras de Akím y respondían a ellas con lengüetazos y suaves sonidos en su garganta.
  • ¿Cómo quieres llamarlos Anú?
  • ¡Pensé que tú les darías nombre!
  • No, tu les has alimentado y cuidado ¡Es tu derecho!- y añadió- ¡Ahora eres como la mamá del grupo!
  • No te burles de mí
  • No me burlo, ellos parecen haber cedido el domino del grupo sobre nosotros
  • Bueno. Yo también lo he sentido así.
  • Entonces ¿Cómo los llamarás?
Anú miró al grupo de enérgicos y bien cuidados animales. Además de Walo había otros dos. Uno era más pequeño y el otro tenía la cola más larga de los tres. La chica se acercó al más pequeño. Este era un animal plateado en el lomo y las patas, con el cuello y la punta de la cola grises. Sus ojos eran visiblemente más grandes y dorados. Acariciando su lomo dijo:
  • Esta se llamará Kiba, porque es una chica
Akím se sorprendió. No lo había notado
  • Y este- dijo acercándose al otro, al que tenía una larga cola- se llamará Ayizo, que en el lenguaje de esta gente significa amigo.
Los animales menearon las colas de contento y aceptaron agradecidos los nombres. Sabían que con este ritual eran incorporados a la manada, esta extraña manada multirracial, que accedía a formarse tanto de animales como de seres humanos y olvidaba sus diferencias de raza. Walo era el más feliz, daba grandes saltos y movía la cabeza tanto como sus ataduras lo permitían. Los chicos pasaron el día con ellos.
Esa noche se llevaría a cabo un evento especial en la Aldea Central, la kermés, que era una celebración exclusiva luego de la cacería mensual de los Pitiless. Los chicos estaban invitados como miembros de honor, ya que Akím se había convertido en uno de los cazadores exitosos de la tribu.
Con menos dolor en los brazos, Akím aceptó gustoso ponerse el traje que habían confeccionado para él, constaba de pantalones de tela fuerte y un largo camisón con las letras XXXI bordadas en el pecho. Anú apareció vestida con un traje floreado y una guirnalda adornando su cabeza, que le recordó a Akím la imagen de la chica, ya muchos meses atrás, en las celebraciones de la cosecha de su pueblo subterráneo. El chico se sorprendió pensando en las similitudes de los hombres, que aún manteniéndose en territorios alejados y evitando el contacto entre sí, guardaban las mismas costumbres y mostraban conductas similares.
A
Tazakoh XXXI
IV YEN CC ADO
Akim Coyphe
Kehifo Pitiless coha aspa
Toj fasejxia nasio cehiko ej phanon
Fialeho ke askea
Koyakoh qaton
nú traía consigo la misma tablilla que viera Akím dos noches antes y que tenía escrito lo siguiente:




  • ¿Qué dice esa tabla de escritura?
  • Cuenta la historia del cazador XXXI
  • ¿Yo?
  • Si
  • ¿Que significa eso?
  • Significa que ha habido antes que tú, tres decenas de cazadores exitosos. Que eres un viajero de la aldea y un ¡domador de Wakos!
Akím hubiera deseado que la habitación estuviera a media luz para que Anú no notara como el rubor inundaba su cara. Pero la chica lo notó y tomándolo de la mano lo llevó afuera, sonriendo y mirándole con sus ojos oscuros y brillantes.
A cielo abierto la aldea estaba iluminada por el fuego generoso de muchas hogueras que frente a cada una de las casas, dispuestas en círculo central, cocinaban grandes piezas de carne aún adheridas al hueso ¡La carne de los Pitiless! Por eso los aldeanos salían de cacería. Dependían de los Pitiless, tanto como las aves dependían del bosque.
Aquella noche los aldeanos cantaron, comieron y bailaron alrededor de las hogueras, y contaron la historia de cada uno de los cazadores exitosos incluyendo la de Akím, que Anú tradujo con paciencia al oído de su amigo.